14 de diciembre de 2010

Una larga y dolorosa enfermedad


Creo que hay algo muy macabro en ese eufemismo que utilizan las crónicas periodísticas para dibujar la muerte de alguien que ha padecido cáncer: "Falleció ayer, en XX, a los XX años, tras una larga y dolorosa enfermedad". Durante algún tiempo tuve que escribir bastante sobre cáncer y me empeñaba tercamente en no intentar buscar atajos lingüísticos, en huir de los sinónimos que camuflasen la crudeza de una dolencia muchas veces letal y casi siempre devastadora. Muchos psicooncólogos recomiendan afrontar un cáncer llamando a las cosas por su nombre, encarando en toda su magnitud terrible las secuelas del tratamiento o el progresivo e inevitable deterioro orgánico, así como la merma de dignidad que estos pacientes sufren.

Por eso constato ahora una paradoja. The Big C, serie de la cadena Showtime que narra las vicisitudes de una mujer con un cáncer terminal, supone un acercamiento a la enfermedad sin tapujos ni medias tintas, pero elegante y sutil. Toda la formidable primera temporada de esta serie gira en torno al proceso de asimilación de Cathy sobre una enfermedad a priori incurable y decisiva. Y ello a pesar de que casi nadie, y menos que nadie su protagonista, abunda en el daño físico y en el golpe psicológico que propina un cáncer. Cathy tiene un melanoma, estadio 4, sabe que va a morir y desde el minuto uno también lo sabe el espectador. Una certeza que casi desmiente el vitalismo (optimista y pesimista) que despliega esta mujer que afronta su último verano intentando construir una piscina en su patio trasero, experimentando con las drogas y el adulterio, odiando y reencontrándose con un marido gordinflón y perplejo y lidiando, primero con un hermano paria, después con una vecina anacoreta y malencarada y, sobre todo, con un hijo adolescente mimado y respondón. Un panorama desquiciado sobre el que planea todo el rato el nubarrón de La Gran C, la maldita pandemia que crece en uno de cada tres organismos de Occidente y a la que tanto cuesta llamar con propiedad, con todas sus seis letras. Como si esquivando su nombre pronunciáramos un conjuro. Por eso Cathy evita mientras le es posible compartir con los demás la noticia de su cáncer: como si demorando el momento se sorteara una fatalidad irremediable. Uno sigue su evolución, al principio asistiendo a esa tristeza anecdótica y, poco a poco, cayendo atrapado en los encantos de una mujer que parece recordar su potencial justo ahora que sabe que va a perderlo. Todo acaba funcionando en esta historia que no se resiente ni siquiera con ese final algo efectista y lacrimógeno. Casi dan ganas de decir, como Casciari, que la serie debería haber acabado en ese garaje en el que culmina la primera temporada.

Con The Big C, Showtime viene además a cerrar un círculo, que arrancó hace algunos años con Weeds, y prosiguió con Nurse Jackie y United States of Tara. Un póquer de historias que apuestan por no improvisar, por recostar el peso de las tramas sobre los hombros de actrices que han superado la cuarentena (Mary-Louise Parker, Edie Falco, Toni Collette y, ahora, Laura Linney) y que dan, cada una con sus propios matices, toda una lección de cómo se elabora un personaje con aristas y profundidades. Con la huella que deja la vida bajo los ojos. Madres de familias a la deriva, entornos bizarros que, no obstante, se asemejan mucho más de lo que parece a la vida ordinaria de cualquiera de nosotros. Dice la jerarquía católica que la familia tradicional está en peligro. Menos mal que no ven estas series. Anunciarían el Apocalipsis.

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