1 de septiembre de 2008

Cainitas

Parto de la certeza de mi propia ignorancia. Acerca de Chile, de los chilenos, de la literatura chilena, latinoamericana, e incluso de la literatura en general. Y de sus nombres propios. De los que pueblan estos párrafos. De Enrique Lihn, de Jorge Edwards, de Heberto Padilla, de los chismes, los libelos, el fuego cruzado.

He leido La Casa de Dostoievsky. Pasa a veces que uno se aproxima a un autor consagrado por medio de su última obra y suele quedar defraudado. Hay escritores a los que se les caduca el nervio, se les agota la veta y empiezan a repetirse; se ven envueltos en una espiral de premios y exigencias editoriales que les empuja a entregar no la obra que desearían sino la que quiere su editor. Sospecho que eso es lo que le ocurre a Edwards, a quien, a priori, no tengo por qué negarle la valía en las obras que le dieron fama. Pero sobre esta última sí puedo opinar: puedo hablar de esa prosa enredada, pretendidamente irónica en su aliteración. Fallida, al cabo. Enfangada. Puedo hablar también de una novela sin estructura, a la que le sobran escarceos y le faltan mimbres que articulen la trama.

Quiero creer que el propósito de Edwards era simular un rastreo anárquico por la memoria. La suya y la de su generación. Así son los recuerdos: a salto de mata, como esta novela. Pero la gracia de la escritura es que nos permite ordenar las remembranzas, llamarlas por su nombre y darles altura. Qué sentido tiene poner negro blanco lo que ocurrió, por más que las versiones sean vagas y contradictorias, si lo que nos sale es una papilla informe.

En fin, que, salvo algún tramo curioso y algún retrato logrado, La casa de Dostoievsky no llega a levantar el vuelo y se queda en poca cosa.

Así que tampoco comparto el entusiasmo en la crítica y el vendaval de la polémica que ha brotado en torno a este libro. Se supone que el protagonista de la obra, El Poeta, es el chileno Enrique Lihn. Edwards le dibuja como un letraherido ensimismado y ajeno al curso de los acontecimientos, los privados y los públicos, que se van sucediendo a su alrededor. Le recuerda, en fin, como un buen escritor que pudo llegar a ser mejor con más oficio y menos distracciones. Y sobre todo, le utiliza como la metáfora de una quinta de literatos chilenos que marcaron casi tanto a una generación por lo que no escribieron que por lo que publicaron.

Y no va mucho más allá. El esbozo del personaje no se pierde en el peloteo ni se ensaña en el ataque a sus defectos. Es cariñoso y exigente casi a partes iguales. Pero parece ser que los que hoy veneran a Lihn no le perdonan a Edwards algún que otro pasaje oscuro de su retrato (como cuando deja caer los rumores acerca de la pedofilia del Poeta).

Como la cabra que tira al monte, recurro yo a Bolaño, que leyó concienzuda y sentimentalmente a Lihn. Que sostuvo una breve correspondencia con El Poeta y que compartió con él, según parece, una crítica despiadada hacia el Chile político y el Chile literario. Ahora que ambos forman parte de la historia de la literatura de aquél país, es curioso comprobar como su legado va sembrando admiraciones donde en su día proliferaban los juicios sumarísimos. Es una impresión agridulce ver cómo el mundillo literario empapa con sus rencores y sus sainetes a la verdadera literatura. No sé bien si todo ese jaleo da cuenta de que la literatura está viva o de que se va pudriendo. Supongo que son gajes del oficio.

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