19 de enero de 2015

HHhH


No creo en la escritura como una suerte de inspiración permanente. Todos los artistas son sobre todo artesanos que explotan unas cualidades más o menos acentuadas. En la mayor parte de los casos, son gente que ha sabido gestionar con relativa soltura un buen patrimonio narrativo. Con cada nueva obra van diseminando ese patrimonio, alambicando el producto para explorar en la medida de lo posible las vetas que aún permanezcan intactas.

En el otro extremo estamos los demás. Esa coletilla tan extendida de que todos tenemos al menos una novela dentro, más allá de lo naif o paulocoelhiano que pueda sonar, tiene su parte de verdad. No en términos de experiencia vivida, pero sí en cuanto a que, por gañán que uno sea, siempre hay determinados acontecimientos o testimonios que a uno lo marcan y sobre los se queda cavilando durante mucho tiempo, casi siempre incapaz de encontrar un cauce para expresarlos debidamente.

A Laurent Binet, si hacemos caso a lo que escribe en HHhH, la historia del atentado contra Reinhard Heydrich, el Carnicero de Praga, arquitecto fundamental del Holocausto y promotor de la Solución Final para el exterminio judio, le rondó la cabeza durante años. Por lo que deja entrever en el relato, la crónica de este suceso histórico le fue legada muy temprano: su padre, historiador de izquierdas, debió preocuparse por que el joven Laurent supiese de este tipo de cosas para alimentar su base de conocimientos y fomentar en él una sensibilidad antifascista. La propia biografía de Laurent, residente en la República Checa, hizo el resto. Y ahí quedó, gestándose lentamente en la cabeza de Binet, la historia de cómo dos soldados de la resistencia checoslovaca, Jan Kubiš y Jozef Gabčík, atentaron contra uno de los hombres más poderosos del III Reich de una manera asombrosa, simple pero cargada de heroísmo. 

Aunque a Binet puede que se le vaya la mano en el subrayado de aquel heroísmo y de quienes lo hicieron posible, HHhH sí consigue transmitir la carga legendaria de aquel 27 de mayo de 1942 en el que el cerebro de Himmler (a Heydrich se le tenía por el verdadero hombre fuerte las SS, y de ahí el acrónimo alemán que da título a este libro: Himmlers Hirn heisst Heydrich, el cerebro de Himmler se llama Heydrich). Y buena parte de culpa en la creación de ese tono proverbial que empapa esta narración lo tiene la estructura que elige Binet, quien desde el primer párrafo se introduce a sí mismo como narrador y personaje del relato, haciéndonos ver que esta anécdota tan lejana ya en el tiempo y en el espacio, este hecho histórico casi menor dentro de la inmensidad monstruosa de la II Guerra Mundial y del régimen nazi, son parte de la vida de un francés treintañero que si alguna vez fabuló con convertirse en escritor nunca pudo prever el éxito de su primera obra publicada.

Si la literatura tiene algún poder, si alguna vez es pertinente, es porque consigue pulir el sedimento que el tiempo y el olvido van posando sobre las cosas que ocurrieron, y porque todo el mundo tiene a su alcance, como logró Binet, recodarlas, revivirlas.







Tomar partido


Me pasa con algunos autores: acostumbrado a hablar de oídas, a manejar cuatro tópicos culturales que camuflen una ausencia de lecturas, suelo fijarme en el personaje antes que en la obra. La mitomanía me empuja a acercarme a algunos de ellos por el tejado, esto es, por sus obras autobiográficas.
Ocurrió con Martin Amis, para bien. Leí Experiencia, y aunque no me pareció una obra imprescindible, sí me invitó a buscar otros trabajos suyos. Ese punto de vista cargado de sarcasmo, esa egolatría controlada y justificada, esa profusión de lecturas, de encuentros, de posicionamientos, de combate intelectual siempre en marcha, la exposición de la vida privada, supeditada casi siempre al servicio de la obra en curso... todos esos rasgos de la literatura de Amis están en sus memorias, aunque sea superficialmente.
Y todas esas características también se encuentran en Hitch-22, las confesiones y contradicciones que el colega de Amis, Christopher Hitchens, dejó compilado en un volumen de memorias polémico y combativo, como casi toda la actitud vital y bibliográfica del pensador británico.
Repaso notas de lectura y encuentro una cita que Hitchens atribuye a otra gigante malograda, Susan Sontag: "no se puede ser solo un poquito herético", recuerda él al referirse a la valentía dialéctica que demostró Sontag al criticar algunas posturas de la izquierda. Me parece que esa idea, la de que hay que mojarse hasta el cuello para defender los postulados en los que uno cree, es la que atraviesa (con sus pequeñas dosis de ternura y vulnerabilidad) este inventario vital de Hitchens.
Casi todos los libros de memorias pecan de una autoindulgencia excesiva, de una falsa modestia que en realidad pretende que el lector (un lector ya ganado para la causa, pero en fin) llegue al final de la obra con la sensación de que lo que acaba de leer merecía la pena ser escrito.
Parece que Hitchens se esfuerza en demostrar que en su caso es así: que su vida, su compromiso irredento con las decenas de causas que abrazó depara un balance que justifica el ejercicio memorialista. Es difícil contradecirle a medida que uno va dejándose llevar por el entusiasmo intelectual de un tipo que siempre sintió la necesidad de hablar claro y en voz alta sobre muchas cosas. Cosas inmesas y asuntos más livianos, pero siempre pertinentes, y siempre con una capacidad argumentativa que ya quisieran para sí muchos de quienes hacen de la argumentación su modo de vida.
En el tercer capítulo del libro, Hitchens recuerda cómo muy pronto, en la escuela, aprendió que las palabras podían ser un buen antídoto contra los abusos de profesores o compañeros, pero también de cómo, por una cuestión de egoísta supervivencia, él utilizó esas armas solo para defenderse a sí mismo y no a otros compañeros víctimas de abusos. Lo recuerda así:
"Es relativamente fácil entender que la gente quiera ejercer poder sobre los demás, pero lo que me fascinaba era ver cómo las víctimas se confabulaban en el asunto. Los abusones adquirían un escuadrón personal de aduladores con impresionante rapidez y facilidad. Cuanto más tiránico era el profesor, más de los que vivían aterrorizados por él corrían a aplacarlo y a anticipar sus cambios de humor. Los chicos pequeños que era poco populares o "impopulares" con la autoridad atraían rápidamente el desprecio y la irrisión de la mayoría. Todavía me estremezco al pensar en lo poco que hice para oponerme. Mi lengua se afiló sobre todo en mi defensa."
Esa lección temprana de darwinismo intelectual hubo de marcarle lo suficiente para que en el resto de su vida decidiera que dar la cara no puede ser una opción, sino una obligación, no solo en defensa de las ideas propias, sino también de quienes, teniendo la razón de su lado, no cuentan con los recursos (ni siquiera con los recursos críticos) para alzar la voz.

5 de enero de 2015

Concrete




Si jugásemos a eso de crear una nube de palabras sobre el guion de Locke, concrete, hormigón, aparecería en un lugar destacadísimo, Garamond 66 o algo así. El protagonista de esta cinta la repite como si constituyese su mantra. En el trayecto en coche que dura esta narración, cuando todo su micromundo se tambalea, él trata de aferrarse al volante y salvar cada nuevo contratiempo sin dar volantazos. Es como si en ese esfuerzo por asfaltar cada bache Locke pretendiera alcanzar un objetivo universal, una redención superior.

Locke, hombre recto, ingeniero, cabeza de familia, tuvo un desliz hace unos meses, y esa equivocación ha permanecido larvada hasta esta fría y lluviosa noche de invierno. Una noche en la que se desmorona todo lo que Locke tenía planeado para parchear su desliz. Justo cuando la realidad, que nunca es como el hormigón, erupciona a su manera: sin control, sin medida.

Pero él sigue conduciendo, con un destino claro, con una meta que debe alcanzar porque llegar a ese destino equivale a escoger el mal menor. La cámara le sigue durante este viaje nocturno, mientras el manos libres de su turismo arde con cada llamada que Locke recibe o efectúa. Los ochenta y cinco minutos de metraje, salvo un breve prólogo, los pasamos subidos junto a él en ese coche, descubriendo poco a poco cuál es el motivo que empuja a este hombre cabal a conducir sin pausa, pese a cada nueva llamada parece un llamamiento a tomar la siguiente salida o a cambiar de sentido.

Seguramente resulte imposible alcanzar una obra maestra jugando en un tablero tan marcado. Pero lo que sí puede intentar un creador es aproximarse a una obra perfecta, que no es lo mismo. Dicho de otra forma: las narraciones totalizadoras suelen ser más ricas, aunque más imperfectas. Dibujan un mundo y tratan de abarcarlo aunque siempre dan a entender que lo que uno tiene entre manos es el esbozo de ese intento.

Locke, por contra, es uno de esos relatos que cierran el foco hasta un punto de más díficil todavía. Un solo escenario, un único rostro, tres o cuatro tiros de cámara. Recortar el número de elementos para desarrollar la receta y exprimirlos hasta la esencia. Un juego arriesgado, pero también un ejercicio de estilo que, si sale bien, dice mucho de la capacidad de quien lo idea. O sea, aquí: Steven Knight.