28 de septiembre de 2012

Viaje

Tendemos (yo, al menos) a asociar la literatura con la contemplación y el aislamiento. El estereotipo es tan solemne que casi no admite réplica: la figura del lector, apalancado, abstraído de su contexto, refugiado del afuera entre las páginas. El complemento es esa imagen del escritor, todavía más mitificada: sentado en su escritorio, buscando el confinamiento y la quietud que propicien el flujo de la escritura.

Y sin embargo, la literatura es movimiento. Casi ningún relato puede prescindir de la experiencia, sea cual sea el grado de realidad que asuma. La experiencia mana del descubrimiento de otros lugares, del roce con otra gente y otros climas. Se puede conocer poco desde el sofá o desde el escritorio. Se puede imaginar aún menos si no hay de dónde empezar a divagar. Es una asunción que pocos escritores negarán en último término; un paradigma que impregna de principio a fin Australia. Un viaje, de Jorge Carrión.

En el verano de 2002, durante dos meses, Carrión recorrió de costa a costa aquella isla-continente con el propósito de husmear el rastro de la emigración española en Oceanía durante la dictadura franquista. Para un español, no hay ningún lugar en la tierra que represente mejor la lejanía del hogar que las antípodas: el continente australiano. Resulta que unos años después de la posguerra, los gobiernos de España y Australia gestionaron el éxodo de unos ocho mil españoles hasta Oceanía, fundamentalmente para cubrir la necesidad de mano de obra en las plantaciones de caña de azucar. Operación Canguro, lo llamaron. Algunos familiares del autor de Australia. Un viaje participaron en el programa y Carrión les visita y les entrevista, les obliga a hacer memoria y relatarse. Y, después, continúa viajando, sigue desplazándose en un puñado de semanas extenuantes, bordeando ese vastísimo continente como quien rastrea exhausto el mapa de su herencia genética. Viaja para conocer de dónde viene y para tratar de entenderse. Llega hasta los límites físicos, hasta la última frontera imaginable para un ibérico, hasta desvelar o reivindicar que el viaje (y no el turismo, que es un sucedáneo) es una secuela no traumática de la experiencia migrante. Que los grandes viajeros suelen provenir de familias que han incorporado el exilio a su ADN.

En esa tensión entre identidad y destino, entre irse y echar raíces, vive el ser humano peleado consigo mismo desde hace miles de años. Lo reflexiona el propio Carrión hacia el final del texto: si muchos animales, como los pájaros, encuentran en la migración repetida un significado de vida y de especie, por qué los hombres habrían de ser distintos. El propio mecanismo de la reproducción mamífera es un simulacro de huída, al nacer somos expulsados del útero materno y a partir de ese momento la vida es una pugna de emancipación frente al deseo de los progenitores de retenernos a su lado.

Todo eso nos cuenta Carrión en un libro en el que la escritura y el propio viaje que la alimenta brotan desde una misma actitud: la desmitificación de la figura del viajero, el afán por moldear el tránsito con las lecturas que lo enriquecen, sin perder la capacidad de asombro.