17 de julio de 2012

Madurar


Atribuyo a la censura y la cutrez del franquismo la enorme sequía editorial que debió vivir España décadas atrás. La consecuencia son centenares de obras imprescindibles, sobre todo anglosajonas, cuya traducción y edición en castellano quedó archivada hasta nueva orden. Todo para que ahora, pasado el tiempo y sacudida la caspa, asistamos a una proliferación de este tipo de rescates por parte de sellos pequeños como Libros del Asteroide, Impedimenta Libros del Silencio, por citar los más obvios. No son novelas canónicas, pero el vacío intelectual que rellena su publicación contribuye a hacernos, a los hispanohablantes, un poco menos ignorantes. Algo más libres.
La hoja plegada, de William Maxwelles la historia de dos chicos, de la amistad que forjan en su adolescencia, y de los problemas que sufren ambos para conservar esa amistad frente al contexto en el que viven, las putadas que dispone la vida, y, sobre todo, frente a ellos mismos.
Los niños (y, sobre todo, las niñas, me parece a mí) juegan a hacerse promesas de amistad eterna. No sé de qué  esquina profunda del subconsciente procede esa tendencia a buscar la amistad en la infancia. Debe ser antes que nada un instinto gremial, un acervo de pertenencia. A medida que uno se va haciendo mayor, descubre otros surcos donde plantar su identidad en comunicación con el otro. La pareja, el trabajo o las aficiones extravagantes nos van proporcionando ámbitos en los que saciar esa necesidad de contacto. Pero en la infancia y la adolescencia la amistad es el primer bastión conquistado con absoluta autonomía. Es la primera elección que uno hace conscientemente y por eso de pequeños queremos creer que seremos fieles a aquella primera toma de partida en nuestra vida. Después ya empiezan los vaivenes, las decepciones, mutamos tantas veces a lo largo de los años, necesitamos romper tantas lealtades para poder evolucionar, que ya no recordamos aquel nuclear juramento iniciático: "Amigos hasta la muerte".
Eso es más o menos lo que cuenta este libro: la ruptura de esa creencia en la invulnerabilidad de la primera amistad, el cataclismo sentimental que genera el primer desengaño, ya sea amoroso, fraternal o filial. Todos esos desengaños se condensan en La hoja plegada en la piel de Lymie, un chaval al que lo que más le gustaría es no tener una sensibilidad tan acentuada. Ser un duro, que es lo que muchas veces se confunde  con madurar: ir perdiendo capacidad de asombro. Los hombres no lloran, ya se sabe.

7 de julio de 2012

Gabo se va borrando


Consciente de la fragilidad de la memoria, el hombre primitivo empezó a emborronar las paredes de sus cuevas para intentar salvar algo del naufragio que el paso del tiempo provocaba. Es la primera actividad documentada en la que nos dimos a la tarea de recordar, dibujando el aquelarre de las memorias, para que los que vinieran después supieran que existimos y que éramos así o asá: un ciervo, la caza, el cortejo a la hembra, la camaradería grupal. Todo fijado con tinturas sobre la piedra, para la posteridad.
Desde entonces hemos aprendido a perfeccionar el procedimiento. Desarrollamos primero un lenguaje, que nos permitió transmitir nuestros anales boca a boca. Después inventamos la escritura, en un arranque genial que de repente nos dio la posibilidad de no tener que fiarlo todo a la memoria del oyente para garantizar la fidelidad al relato original.
Con el paso de los siglos, sofisticamos exponencialmente el sistema. Ideamos imprentas, en las que multiplicar el mensaje y hacerlo perdurable, fabricamos aparatos que captaban instantáneas fijas de la realidad; más tarde, grabadoras con las que capturar los sonidos y, por fin, también creamos  artilugios para la imagen y el movimiento.
Una evolución magnífica que no impide que a día de hoy sigamos usando los tres primeros sistemas para defender el bastión de la memoria: pintura, narración oral, escritura. A esta última ha entregado su vida entera Gabo. A dignificar y embellecer el ejercicio de la memoria a través de las palabras. La demencia senil parece el peor de los destinos para cualquiera, pero es un castigo especialmente cruel con quien durante décadas se ha dedicado a combatir al olvido párrafo a párrafo. Casi se puede decir que Gabo malogró su memoria de  tanto usarla, y que desde ahora vive lo que le resta condenado a caminar por ese laberinto lleno de ecos burlones, sin saber nunca qué atajo es real y cuál lleva a un callejón sin salida.
Lo más socorrido es acudir al lugar común y decir que nos quedan sus libros, pero esa es una verdad que ya sabíamos, porque morir, morimos todos, pero sólo a los más desafortunados se les extingue el cerebro mientras el cuerpo aún sigue dando guerra.
Mientras tanto, intentaré imaginarme a ese Gabo aferrándose a Aracataca. Pensaré en esa mente confusa caminando por el laberinto, barajando memorias verídicas y ficticias; recordando, por fin, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo y aspirando el olor de las almendras amargas que le recordaban siempre el destino de los amores contrariados.