21 de junio de 2012

Mineros

Hace ya dos años, pateé Madrid intentando contar la peor huelga de Metro que se recuerda. En los días que precedieron al lío también comprobé de primera mano cómo se iba cocinando un pulso entre autoridades y huelguistas que auguraba el desenlace tumultuoso que se produjo al final. Pese a ser convocada a principios del verano, aquellos dos o tres días sin suburbano trastocaron el ritmo de la ciudad.
En aquel momento casi nadie titubeó: menudearon expresiones como huelga salvaje, paro ilegal, chantaje. Todos nos convencimos de que la voluntad de unos pocos, por más que sus reivindicaciones fueran loables, no podía entorpecer la libertad o las comodidades de una gran mayoría. Después, durante aquel famoso paro de los controladores aéreos se dejaron caer comparaciones con la huelga de los maquinistas suburbanos; cuando en realidad poco tenían que ver ambos conflictos. No se debería poner en pie de igualdad la defensa de unos derechos con el empecinamiento en conservar unos privilegios flagrantes. 
Pero eso es harina de otro costal. Lo que me hace recordar hoy la huelga de los conductores del metro es el tratamiento que se les dio. Se parece mucho a la mirada que reciben hoy los mineros del norte, caricaturizados como un sector mortecino y engordado de subvenciones, cuya protesta se contempla como una cosa entre romántica y montaraz, pero anticuada, en todo caso.
Lo cierto es que, al igual que otras muchas realidades que parecían periclitadas, la gran depresión en la que estamos inmersos parece haber resucitado, aunque sólo sea encarnada en los mineros, una variante muy ortodoxa de la lucha obrera. 
Y, sin embargo, como ocurrió con el paro del Metro, nos sorprendemos ahora de que la indignación también acabe floreciendo en forma de violencia, cuando, objetivamente, ese tipo de respuestas en según qué circunstancias deben entenderse como una reacción natural. Desagradable, puede. Pero innata, sin duda. Poniéndonos demagogos, podríamos incluso afirmar que las huelgas son salvajes, o si no, son un sucedáneo. Las manifestaciones, los piquetes, los neumáticos ardiendo,... son estampas connaturales a una lucha obrera que por algo se llama lucha. No se trata de vindicar la violencia, sino de aclarar que la falta de horizontes, la desesperación total, también es un prolegómeno de esa violencia.
Las revueltas de los suburbios parisinos, o los disturbios que el pasado verano inflamaron varias ciudades británicas son hijas del desencanto, el hastío y la ausencia de oportunidades. Son comportamientos colectivos que, por radicales e inhumanos que luzcan, son explicablesLo que me sigue resultando incomprensible es la gratuidad con la que unos jóvenes de familia bien deciden prender fuego a una indigente en un cajero, just for fun