28 de julio de 2011

Ira


Hoy, en mitad del sopor del tren de las tres y diez, en el vagón repleto y sin aire acondicionado, casi todos dormitábamos. Cada cual en su modorra, casi nadie estaba allí de verdad, en contra de lo que la física indicaba.

Sin venir a cuento, un tipo con impecable camisa blanca se puso a pegar gritos, a increpar a todos los que tenía a su alrededor y a golpear el suelo con una carpeta. Se levantó y comenzó a patrullar el vagón. De vez en cuando se arrancaba a insultar a diestro y siniestro. Entre su balbuceo, entendí algo así como que todos estábamos cuchicheando a sus espaldas, y que él no tenía miedo de nosotros, que éramos sólo unos mierdas y nos íbamos a enterar, porque él tenía muchas empresas y blablabá. Un par de estaciones después se apeó. Me pareció intuir un resoplido generalizado de alivio.

A priori, sólo un loco inofensivo. Un incordio transitorio para unos cuantos curritos que regresan a casa. Lo que pasa es que algo me dice que por debajo de la anécdota trivial late un miedo larvado, la certeza de que la tranquilidad cotidiana está hecha de un material quebradizo, tan sensible que cualquier devaneo puede arruinarlo todo.

En un par de horas, cualquier loco puede reinstaurar el infierno en mitad del estado del bienestar. Es fácil. Ni siquiera se requiere un gran arrojo. Basta con ser más o menos minucioso a la hora de escoger el objetivo si se pretende hacer verdadero daño. Brevik preparó concienzudamente su ataque homicida, pero en realidad el éxito macabro de su plan fue resultado de una cadena de coincidencias. Un cúmulo de descuidos o negligencias que responden, más que nada, a la ausencia de amenaza. Sólo se relajan las precauciones en dos escenarios: cuando uno vive en el riesgo perpetuo o cuando uno vive en el plácido y tedioso bienestar. El caso noruego. Esta es la mayor masacre sufrida en su territorio desde la II Guerra Mundial. La gran mayoría de los nórdicos no conocen la amenaza terrorista, no perciben el miedo a los grupúsculos que conspiran para derribar el sistema. No tienen un horizonte de odio racial o de diferencias socioeconómicas, que son, a priori, el perfecto caldo de cultivo para el fanatismo. Lo ocurrido, sin embargo, desmiente en gran parte esa teoría. El terror también puede provenir de nosotros mismos. Las ideas envenenadas también se cuecen en las mentes de nuestros hijos.

El golpe de Breivik tiene todas las señas de identidad de la amenaza que nos espera en las próximas décadas. Si un solo hombre, uno como nosotros, puede sembrar tanto dolor en tan poco tiempo, el ciudadano de hoy no tiene ya dónde parapetarse. Continuamente expuestos, aprenderemos a vivir bajo esa amenaza constante o nos volveremos locos. Paranoicos que sospechan del vecino del quinto, del rarito solitario que siempre coge el metro a menos veinte.

Sin querer, regresamos a los mitos. Al hombre del saco. A Jack The Ripper. La literatura y el cine se nutren sin parar de ese miedo arraigado que tenemos a que un perturbado elija el peor momento y el peor lugar para cruzarse en la vida cotidiana de cualquiera de nosotros. Material narrativo archimanido que, sin embargo sigue siendo eficaz. Sigue provocando la misma ansiedad que el primer día. Para disfrutarlo, vean Luther, de la BBC. Para analizarlo amargamente, lean El país del miedo, de Isaac Rosa.

21 de julio de 2011

Todos son iguales


La endogamia es un mal inevitable en cualquier actividad. Sobre todo si esa realidad se observa desde fuera, con el escrutinio del entomólogo: detectando deficiencias, brechas en el sistema, vicios que funcionan como quistes malignos y que el propio sistema no reconoce como un potencial peligro para su supervivencia. Un proceso idéntico al de las células que tardan en reconocer cuáles de ellas están afectadas por un cáncer, hasta que la metástasis es irreversible.

Si aplicamos una mirada demagógica y superficial, la ecuación es sencilla: todos los políticos son corruptos; todos los taxistas, unos plastas; los futbolistas, vanidosos; los periodistas,... mejor me callo.

Por eso, uno imagina lo distinto que puede ser un mismo ecosistema contemplado desde dos ángulos inversos. La deformación afecta a los dos puntos de vista, y probablemente ninguna de esas dos perspectivas nos permita completar un cuadro definido. Así miramos el affaire Camps. Nosotros, desde fuera. Desde dentro, los políticos: los adversarios con ansia vampírica, cuando no con una grotesca torpeza. Los acólitos, con benevolencia y paternalismo, o con la astucia necesaria para capear el vendaval de mierda una vez que se viene encima, como es el caso.

Si algo aporta la inestabilidad laboral es la oportunidad de contrastar muchas maneras de vivir. He trabajado en los ámbitos suficientes como para elaborar un catálogo propio de costumbres gremiales. He observado cómo la gente tiende a anclarse en sus puestos de trabajo, y a medida que va adquiriendo más pericia también va metiendo en la mochila de su bagaje demasiados vicios, tantas querencias distorsionadas que lo alejan del mundo, y, más aún, le hacen inconcebible la existencia de otros mundos.

Así imagino a Camps, encastillado en sus verdades, inmaculado por convencimiento propio y por cacareo general de colegas y votantes, hasta que la realidad y la justicia han llamado a la puerta de palacio. Así Zapatero, y Aznar, y Mourinho, y la alcaldesa de mi pueblo. Vivir en sociedad supone renunciar bastante a tu independencia de criterio para ir asumiendo el discurso de nuestros camaradas. Mandar, además, implica imponer ese discurso. Y creérselo mejor que nadie.