29 de mayo de 2011

#acampadasol

1. Hace unos meses tuve un profesor de estos que repiten una y otra vez las mismas ocurrencias intelectuales. Uno de estos que elaboran su discurso hollando sin parar el mismo argumento. Y a veces funciona. A veces logran que, de tanto escuchar la idea, el alumno la incorpore a su propio imaginario.
Una de esas cosas sobre las que este volvía cada dos por tres es la importancia de los festejos populares en la disputa del espacio público. Decía que las fiestas del pueblo no son solamente una exhibición de imágenes religiosas, un rancio retorno anual a las tradiciones o una mera excusa para ponerse hasta el culo. Son también, y sobre todo, un modo de recordarle al poder que estamos ahí. Son una apropiación del espacio público por parte de la gente. Por unos días, tomamos las calles para bailar y beber, para romper el orden establecido y rendirnos a los instintos. Sin cortapisas. Sin miedo a represalias.
Esto es lo que ha representado #acampadasol. Un recordatorio de que el pueblo, confinado en los centros comerciales y las urbanizaciones, también puede, de vez en cuando, tomar las plazas, forrar las paredes de consignas. Gritarle al poder que la calle es de todos.

2. Escribe Manuel Castells en Comunicación y poder (2010): "La crisis más importante de la democracia en las condiciones de la política mediática es el confinamiento de la democracia al ámbito institucional en una sociedad en la que el significado se produce en la esfera de los medios de comunicación. La democracia sólo puede reconstruirse en las condiciones específicas de la sociedad red si la sociedad civil, en su diversidad, puede romper barreras corporativas, burocráticas y tecnológicas de la construcción de imágenes sociales". O lo que es lo mismo: quienes, en el seno de #acampadasol, rechazan de pleno cualquier colaboración con los medios de comunicación, se equivocan. La propia acción de acampar en el corazón de la capital, en el kilómetro cero del país, es un acto mediático, que busca la mayor repercusión posible. La batalla política, como recuerda Castells en muchos pasajes de este manual imprescindible, se ha librado siempre en los medios de comunicación. Y hoy más que nunca.

3. Hoy, esa apropiación del espacio público se da, no sólo en las plazas, sino también, y sobre todo, en la red. En la medida en que el movimiento #15M sea capaz de articular su discurso en red (y parecen estar tomando buena nota de ello) será posible hacer que cuajen sus reivindicaciones.

4. La horizontalidad que caracteriza al movimiento, su ausencia de líderes, deriva también de una orfandad intelectual (lo cual, dicho sea de paso, no tiene por qué ser malo). Salvo el empuje del panfleto de Hessel y su secuela española, por ahora no hay patrones artísticos o teóricos que despunten dentro de #15M. O, al menos, no se han articulado vía medios de comunicación. Eso tiene que romperse. A medio plazo, tendrá que levantarse un corpus teórico que de consistencia al proyecto. Y, en paralelo, voces reconocibles que asuman ese mensaje. Rescato la reflexión del escritor Patricio Pron en Nostromo (minuto 38, aprox.): "Existe una cierta vergüenza por parte de los escritores de asumir la voz de un colectivo. La literatura ha dejado de ser una práctica social. Lo que no significa que haya dejado de ser una práctica realizada por muchas personas. La literatura de hoy consiste en oponer a ciertos discursos, muy extendidos, unos discursos que cuestionen las autoridades. Algunos autores procuramos escribir para no ser escritos. El Estado, el Mercado, la Iglesia, son grandes creadores de ficciones, grandes escritores; y la necesidad de escribir que surge en algunos de nosotros consiste en la decisión ética, no moral sino ética, de oponer algo a ese gran discurso que se nos impone desde arriba". Creo que ese es otro de los retos de #15M. Ya ha demostrado que sabe dar voz a quien quiera expresarse. Ahora hay que intentar, por mucho que duela, cribar esos mensajes, encontrar voces que expresen lo que queremos decir. Erigir referentes.

6 de mayo de 2011

Que ganen los villanos


En mi infancia sin teles digitales, rompí de tanto verlo el VHS de los mejores goles de los mundiales. Lo narraba Joaquín Prats, y para mí era como la enciclopedia visual en la que se archivaba el abc de esa cosa llamada fútbol. Con ese video conocí al Brasil de Pelé, visioné una y mil veces el barrilete cósmico y la mano de Dios. Era un largo reportaje construido bajo una esencia legendaria: con buenos y malos, héroes y villanos. Guerreros, estilistas; toda la épica de un deporte que desde entonces siempre me fue inculcado como algo más que un deporte.
Gracias a esos sesenta minutos de imágenes también supe que meses antes de mi nacimiento España acogió un mundial de fútbol. Aquel campeonato se lo llevó Italia; como casi siempre, de manera inesperada. El vídeo, maniqueo, dibujaba una Alemania que llegó a la final con argucias y juego sucio, incluida la agresión salvaje del portero Schumacher al francés Battiston en semifinales. De manera que, una y otra vez, aunque ya supieses el resultado, deseabas que Italia le ganase la final a los germanos. No se trataba tanto de que venciesen los buenos como de que perdieran los malos.
Luego, con los años, me enteré de que Italia no jugó un pimiento en España 82. Que quien de veras practicaba un fútbol mágico fue el Brasil de Zico, que cayó antes de lo esperado. Aquel desencanto coincidió con el inicio del declive de la Quinta del Buitre y el entronamiento del Dream Team culé. De buenas a primeras, ya no era mi equipo el que deslumbraba. El Barça de Cruyff no sólo jugaba bien, sino que, además, ganaba. Y, mientras, el Madrid se hundía en la mediocridad y contemplaba las victorias del rival negando la evidencia. A pesar de lo que cuentan los almanaques, yo recuerdo cómo un Madrid ramplón peleó hasta el último minuto dos ligas que terminaron engrosando las vitrinas del Barça. Parecía que sólo una inercia kamikaze guiaba a aquel equipo a discutir una hegemonía sin vuelta de hoja. Daba igual cuánto luchásemos: en la orilla esperaba siempre la derrota.
Pienso en todo aquel bagaje ahora que se empieza a acallar el ruido de estos cuatro partidos, estos dieciocho días locos en los que los villanos han vuelto a rebelarse contra las buenas costumbres. Los malos, mis malos, han estado a punto de arruinar el reinado de la bondad y la belleza que encarna este Barcelona. Hemos echado mano de todas las malas artes que nos sabíamos; hemos confiado los mandos de la nave a dos portugueses vanidosos y arteros para intentar torcer un rumbo de victorias blaugranas.
Nos costará ahora recobrar la compostura. Perdimos a los puntos, nos sancionarán por los golpes bajos que dimos, pero conseguimos terminar los cuatro asaltos sin ser noqueados. No sabemos pedir perdón, porque nadie nos enseñó a disculparnos con palabras sino a intentar enmendar con hechos los errores cometidos.
No trago ni a Mourinho ni a Cristiano Ronaldo. Confío en que mi equipo sea un día capaz de doblegar a su adversario limpia y holgadamente; y que sean otros quienes busquen malas excusas. Mientras tanto, no me queda otra que seguir secundando a los villanos. Quien no comprenda eso, quien conciba el fútbol como un sucedáneo de la moral, como un terreno donde se dirime quién merece el cielo y quién el infierno, más allá de los colores que uno vista, habla de un fútbol que yo no entiendo. El fútbol del que yo hablo es el que dibuja Nick Hornby en Fever Pitch: el único espacio de irracionalidad que muchos nos permitimos en nuestras vidas. Déjennos disfrutarlo del único modo que conocemos. Con fiebre, pero sin hacer daño a nadie.