22 de diciembre de 2010

Los Muertos

¿De qué va Los Muertos? Va de una teleserie, en dos temporadas, que imagina un mundo en el que la gente no nace en los paritorios, sino que se materializa en charcos sucios en callejones de megalópolis. Va de cómo los muertos de las ficciones comunes van a parar a ese mundo para intentar vivir otra vida y reivindicar lo que les queda de memoria; lo que fueron en otras pantallas. Va de cómo la humanidad mastica esa ficción y la hace suya, y la eleva o la ensancha, vindicando el fenómeno fan o tapizando desde la academia lo que nació en la caja tonta. Va de cómo el arte de hoy y de mañana o es compartido o no será.

Los Muertos forma parte de un proyecto. Habrá segunda y tercera parte, según ha anunciado Jorge Carrión; y eso ratifica la sensación de encontrarnos frente a un atlas creativo en el que todo está medido. Cabe lo espontáneo en la escritura, sí, pero la novela es un edificio que pide un diseño, planos concienzudos, y horas de intemperie subido al andamio.

Hace falta toda esa brega previa para que en 167 páginas quepa un mapamundi. Me gusta que Los muertos sea fiel a la idea del iceberg de Hemingway. Me gusta la sensación de que debajo de cada frase que leemos descansa todo un universo. Me gusta por lo que sugiere, más que por lo que acaba por mostrar. Carrión sostiene que "la gran apuesta retórica y formal de la novela es la elipsis". En lugar de enfangarse en un recorrido de cientos de páginas, Los Muertos invita a la hipótesis, a la interpretación libre. Por algo Carrión es fan de The Sopranos, o de Lost. Por esos finales. Por esa estructura abrupta, abismal. A pesar de su vocación totalizadora, Los Muertos renuncia a sentar cátedra; como las mejores teleseries de los últimos tiempos, su mejor aval es que encomiendan a su público la tarea de completar la historia.

Los Muertos es una novela conceptual: quiere imponer una idea sobre el mundo y para materializar ese anhelo busca la única expresión artística que hoy en día tiene una genuina capacidad totalizadora: las teleseries. Ni el cine, ni la novela, ni por supuesto el teatro, la pintura, la danza o el cómic están en condiciones de rivalizar con la pujanza de un género que desborda fronteras y pulveriza estatus. Como explica Carrión, el fenómeno Lost ejemplifica el potencial de las teleseries en este mundo global. Ni la superproducción cinematográfica más taquillera puede aspirar a un éxito tan sostenido en el tiempo y con tantas ramificaciones que tratan de explicarlo, corregirlo, compartirlo, inmortalizarlo.

Dijimos que Los Muertos iba de una teleserie y de sus derivaciones. Tanto como no decir nada. ¿Cuál es su tema principal? ¿La búsqueda de la identidad, la migración (entre países, o entre mundos), la ética de la pérdida, el holocausto? ¿Y quién es su protagonista? ¿Son Mario Altares y George Carrigton, los creadores de Los Muertos? ¿Es el Nuevo, o el Viejo, los dos únicos caracteres que atraviesan la trama formulándose preguntas sobre quiénes son y cuál es su papel en esta historia? ¿Es el impostado Tony Soprano? Tampoco lo sabemos. Todos los personajes mutan, y no lo hacen sólo morfológicamente; sus actitudes y sus parlamentos son difusos y contradictorios.

Carrión podría haberse contentando con escribir un paper en cualquier semanario de ultratumba para desarrollar sus ideas. Hay que agradecerle que, lejos de eso, se lanzase a la piscina y proyectase una ficción poderosísima, un artefacto de apariencia simple pero en el que late un engranaje complejo y ambicioso. Sólo ese truco ilusionista merece rendirse ante Los Muertos. Y esperar ansioso la Season 2.

14 de diciembre de 2010

Una larga y dolorosa enfermedad


Creo que hay algo muy macabro en ese eufemismo que utilizan las crónicas periodísticas para dibujar la muerte de alguien que ha padecido cáncer: "Falleció ayer, en XX, a los XX años, tras una larga y dolorosa enfermedad". Durante algún tiempo tuve que escribir bastante sobre cáncer y me empeñaba tercamente en no intentar buscar atajos lingüísticos, en huir de los sinónimos que camuflasen la crudeza de una dolencia muchas veces letal y casi siempre devastadora. Muchos psicooncólogos recomiendan afrontar un cáncer llamando a las cosas por su nombre, encarando en toda su magnitud terrible las secuelas del tratamiento o el progresivo e inevitable deterioro orgánico, así como la merma de dignidad que estos pacientes sufren.

Por eso constato ahora una paradoja. The Big C, serie de la cadena Showtime que narra las vicisitudes de una mujer con un cáncer terminal, supone un acercamiento a la enfermedad sin tapujos ni medias tintas, pero elegante y sutil. Toda la formidable primera temporada de esta serie gira en torno al proceso de asimilación de Cathy sobre una enfermedad a priori incurable y decisiva. Y ello a pesar de que casi nadie, y menos que nadie su protagonista, abunda en el daño físico y en el golpe psicológico que propina un cáncer. Cathy tiene un melanoma, estadio 4, sabe que va a morir y desde el minuto uno también lo sabe el espectador. Una certeza que casi desmiente el vitalismo (optimista y pesimista) que despliega esta mujer que afronta su último verano intentando construir una piscina en su patio trasero, experimentando con las drogas y el adulterio, odiando y reencontrándose con un marido gordinflón y perplejo y lidiando, primero con un hermano paria, después con una vecina anacoreta y malencarada y, sobre todo, con un hijo adolescente mimado y respondón. Un panorama desquiciado sobre el que planea todo el rato el nubarrón de La Gran C, la maldita pandemia que crece en uno de cada tres organismos de Occidente y a la que tanto cuesta llamar con propiedad, con todas sus seis letras. Como si esquivando su nombre pronunciáramos un conjuro. Por eso Cathy evita mientras le es posible compartir con los demás la noticia de su cáncer: como si demorando el momento se sorteara una fatalidad irremediable. Uno sigue su evolución, al principio asistiendo a esa tristeza anecdótica y, poco a poco, cayendo atrapado en los encantos de una mujer que parece recordar su potencial justo ahora que sabe que va a perderlo. Todo acaba funcionando en esta historia que no se resiente ni siquiera con ese final algo efectista y lacrimógeno. Casi dan ganas de decir, como Casciari, que la serie debería haber acabado en ese garaje en el que culmina la primera temporada.

Con The Big C, Showtime viene además a cerrar un círculo, que arrancó hace algunos años con Weeds, y prosiguió con Nurse Jackie y United States of Tara. Un póquer de historias que apuestan por no improvisar, por recostar el peso de las tramas sobre los hombros de actrices que han superado la cuarentena (Mary-Louise Parker, Edie Falco, Toni Collette y, ahora, Laura Linney) y que dan, cada una con sus propios matices, toda una lección de cómo se elabora un personaje con aristas y profundidades. Con la huella que deja la vida bajo los ojos. Madres de familias a la deriva, entornos bizarros que, no obstante, se asemejan mucho más de lo que parece a la vida ordinaria de cualquiera de nosotros. Dice la jerarquía católica que la familia tradicional está en peligro. Menos mal que no ven estas series. Anunciarían el Apocalipsis.