12 de marzo de 2010

Delibes



Soy de pueblo. De un pueblo abúlico, feo, desparramado, demasiado alejado de la capital para aprovecharse de las infraestructuras y los servicios de ésta, pero demasiado cerca de ella como para armar su identidad propia.

Temo a la pregunta "¿de dónde eres?". Es un engorro. Siempre acabo merodeando alrededor de la respuesta, aclarando las inevitables confusiones, aburriendo al interlocutor, que hubiera agradecido una contestación más sencilla: "de Madrid, soy de Madrid". Lo que, por otra parte, no deja de ser bastante cierto.

Y si ayer, al recordar el zarpazo sufrido hace seis años, me sentí otra vez madrileño, hoy, al llorar a Delibes, vuelvo a reconciliarme con esa mitad de mí que no puede evitar ser de pueblo. Aunque mi pueblo esté dejando de ser un pueblo.
«Ya en el año cinco, y al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): "Isidoro ¿de qué pueblo eres tú?" Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: "¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?" O, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente "Ése no; ése es de pueblo". Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: "Allá en mi pueblo"... o "El día que regrese a mi pueblo", pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos: "Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara". Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, que los espárragos, junto al arroyo, brotarán más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: "Mira el Isi, va cogiendo andares de señoritingo". Así que, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao." O bien: "Allá en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies " O bien: "Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón" O bien: "Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena." Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro».

VIEJAS HISTORIAS DE CASTILLA LA VIEJA (1964), "El pueblo en la cara"

(En Obras completas, vol. 2, Barcelona, Destino, 1966, pp. 373-74).

11 de marzo de 2010

Duelo


Negación y aislamiento. Ira. Pacto o negociación. Depresión. Aceptación. Son las cinco etapas del duelo. Duran lo que cada sujeto necesite que duren en función de sus propias circunstancias. Madrid, como sujeto social, se toca todavía las cicatrices con la esperanza de que, reconociéndose en ellas, logre por fin aceptar lo que ocurrió aquella mañana de jueves en que todo pareció saltar por los aires y nos miramos incrédulos, con poco o nada que decirnos, impotentes y silenciosos. Cómo han podido hacernos esto. Cumpliendo, fielmente, con la primera fase: la negación, el aislamiento.

Luego, con el transcurso de las horas, el desconcierto se fue aglutinando, las preguntas engordaban y se multiplicaban y, ante la ausencia de respuestas, crecía también la ira. Millones de mensajes de texto. La noche de los móviles. Tomar la calle. Pásalo. Segunda etapa.

Durante los meses posteriores, un combate a tumba abierta para tratar de dar cuerpo a los castillos en el aire: allí donde debía residir, enclaustrada, la teoría de la conspiración. Fuimos propinándonos dentelladas hasta dejarnos la piel en carne viva. Fue nuestra forma, tan cainita, de pactar y negociar. No supimos hacerlo de otro modo. Tercera etapa.

Tengo la impresión de que vivimos el alumbramiento de la cuarta etapa. Mientras repaso los homenajes cívicos, los tributos políticos, quiero percibir un aire de hundimiento. Lejos quedan el schock, la duda, la sangre hirviendo, las trincheras. Hoy el esfuerzo se empeña en no olvidar, en recordarnos a todos que aún nos quedan lágrimas, que la herida duele todavía. Depresión.

Queda tiempo aún para que llegue el día en que podamos decir que lo hemos aceptado. El final del duelo, sin embargo, no implica el olvido. Es de agradecer que alguien, como los investigadores del CSIC, se haya preocupado durante estos años de inventariar y estudiar el archivo del duelo. No habrá mejor modo de explicarle a nuestros nietos lo que Madrid sintió aquellos días. Porque esos 70.000 objetos guardan la verdad de lo espontáneo, la legitimidad de lo anónimo.

8 de marzo de 2010

Soy un producto



Algo se mueve en la vida literaria, que diría Marsé. O tal vez en la literatura. De la mano de la incorporación progresiva de los ebooks a nuestra cotidianidad, una nueva forma de concebir el oficio de la escritura puede estar gestándose. En tanto en cuanto existe un debate, con agoreros y entusiastas, la brecha se ha abierto.

Más allá de que el marketing siempre haya existido como vía de diseminación (la ideas y las historias necesitan ser comunicadas, y dar con el mejor modo de expresarlas a cuanta más gente mejor no sólo es una tentación legítima, sino una obligación de la literatura), lo que sí parece verdaderamente revolucionario es que hoy empieza a proliferar el autobombo, en el mejor sentido del término. El escritor de mañana no va a contar con el respaldo editorial con el que se pertrechan los autores consagrados de ayer y de hoy. La red permite, y casi empuja, a cada usuario a generar su propia marca. Facebook no es otra cosa que un escaparate donde cada cual vende una imagen de sí tal como se concibe. Proyectas un personaje que se llama como tú pero al que atribuyes aspiraciones superficiales más que cualidades y sensaciones profundas. Del mismo modo se desenvuelve un creador 2.0, que no se limita a escribir las contraportadas de sus libros, sino que construye un holograma virtual para hacerse visible en el ciberespacio. Y vive condenado a revisar lo que el ágora cuchichea sobre él.

La cultura (y el periodismo, por cierto), se encamina hacia la producción individual. Lo que gana fuerza es la asociación estratégica, el establecimiento de redes cooperativas que haga de la producción de contenidos culturales e informativos un negocio más fundamentado en la flexibilidad que en el derroche. Las grandes redacciones, las editoriales o las casas discográficas hipertróficas son mamuts condenados a la extinción. Antes se triunfaba por aplastamiento del competidor: la lógica del mercado obligaba a devorar adversarios para engordar al monstruo. Nunca más. A partir de ahora gana quien mejor se mueva, quien sepa surfear por la red con mayor destreza.

Por eso creo que se confunden quienes vaticinan la muerte del crítico. En un universo donde los flujos de información circulan torrencialmente y en todas las direcciones, la labor de desbroce, la tarea de hallar el grano entre tanta paja, se avizora más pertinente que nunca. El vicario 2.0 tendrá que adaptarse también a este nuevo universo. Para ponderar, clasificar y recomendar toda esta nueva producción cultural habrá que formar críticos avezados en las nuevas fórmulas. Y, por supuesto, la literatura también deberá estar a la altura. Un libro (en el formato que sea) podrá venderse mucho y ganar mucha publicidad. Pero la exigencia permanecerá: si es malo, habrá que seguir diciendo que lo es. Y argumentándolo. Y entonces, quien sepa juzgar, entenderá.

3 de marzo de 2010

Fin



Es extraño. Si de algo pecan estas notas portátiles es de no pisar tierra firme. A veces salen demasiado crípticas y uno no acaba de explicar muy bien en qué consiste el libro o la película reseñados. Y hoy, cuando lo elegante sería sólo sugerir, pasar de puntillas sobre la trama de Fin para salvaguardar su razón de ser, mi tentación es la opuesta: salir a vocear con pelos y señales el argumento de esta novela, trufar estos párrafos de espoileres con los que desventrar la propuesta de David Monteagudo.Y chafar la gracia para colmar el instinto.

Así que nos morderemos la lengua; y arrancaremos diciendo, por ejemplo, que todo es raro en esta novela, empezando por la osadía que su autor exhibe al desplegar una historia como esta, tan deliciosamente tramposa, tan capaz de fundir lo cotidiano y lo hiperbólico, lo pedestre y lo extraordinario.

Monteagudo, qué duda cabe, es ambicioso. Lo es al disparar los referentes direcciones tan opuestas que logra, página a página y eludiendo el artificio, sorprender a un lector que nunca sabe a ciencia cierta en qué terreno pisa. Como en El Jarama, lector y narrador se igualan, en tanto que conocen muy poco de unos personajes cuyo comportamiento, apariencia y expresión irán sirviendo para desvelar poco a poco cómo son y cuáles son los lazos que les unen.

Para un autor siempre existe la tentación de decantarse por lo sublime. Suele ser difícil vencer ese instinto que invita a demostrar lo mucho y bien que el narrador sabe narrar y lo redondos, compactos en su maldad, sevicia, heroicidad, ternura o ironía que pueden ser sus personajes. Monteagudo, sin embargo, tumba esas querencias entregando unos protagonistas tan vulgares, tan aburridamente banales, que finalmente no queda otra que rendirse a ese acierto: el contraste entre lo ordinario y lo insólito. Juntar a un grupo de personas que hace décadas fueron amigos y hoy ya no comparten nada. Plantarlos frente a una situación de incertidumbre y absurdo, un poco como en El ángel exterminador. Esperar sus reacciones; ser inmisericorde en el examen de sus respuestas, entre atolondradas y egoístas, a una amenaza exterior cuyo origen y posible solución sólo se nutren de conjeturas.

Existe toda una corriente académica que explica la historia de la humanidad a través de las catástrofes padecidas. Por medio de las respuestas que cada sociedad ha ido dando a situaciones de emergencia e incertidumbre, y en función de su posterior adaptación a futuros riesgos, muchos historiadores, antropólogos, sociólogos o comunicólogos se aproximan al modo en que se van construyendo los proyectos colectivos. Nos guste o no, la necesidad de interactuar, de organizarnos comunitariamente, viene dada por la exigencia de hacer frente a las amenazas. Es la manera en que nos desenvolvemos para responder entre todos a lo ignoto la que acaba por definirnos. Y casi siempre, como sugiere Monteagudo, salimos mal retratados en esa prueba.

2 de marzo de 2010

Lo real

De niño, elevaba la vista hacia las estanterías donde descansaban abigarrados los libros de mi familia. Parecía un mundo vetado: millones de palabras enredándose, bailando la danza infinita de los significados, dialogando en un lenguaje que daba miedo porque resultaba ajeno. Todos los libros parecían el mismo, todos ellos eran igualmente incomprensibles.

Pero pronto empezó a enfocarse la percepción de aquella amalgama. Comencé a distinguir entre los ensayos sesudos, los clásicos de la filosofía, la política y el mundo antiguo, que constituían la aportación de mi padre a aquella biblioteca, y las novelas y poemarios que pertenecían a mi madre. La grieta entre aquellos dos mundos, el de las ideas y el de las historias, el de lo real y lo ideal, fue expandiéndose a mis ojos.

Me decanté por el segundo. Desde entonces, se ha mantenido mi predilección por la novela, en una querencia que atribuyo a una necesidad de escapar de la realidad, o al menos de caminar por una vía paralela desde la que puedan avizorarse las cosas que pasan sin sufrir el tufo que desprende lo podrido.

Pero esa tendencia empieza a estancarse. Influido por la edad, las sugerencias o las obligaciones, últimamente me alejo de la narrativa para buscar, cada vez con mayor frecuencia, ensayos y obras académicas. Como una manera, intuyo, de aferrarme al suelo que piso en un momento en que domina la sensación de que cada día que pasa uno es más ignorante sobre lo que sucede a su alrededor. Sobre cómo funciona el mundo y cómo nos movemos nosotros sobre él.

Quizá por todo ello, con el fin de evitar el pesimismo, para curarnos un poco del mal de la realidad, a veces hay que regresar a las novelas, como quien abre las ventanas y ventila. Aunque a los cinco minutos vuelvas a cerrarlas.