23 de febrero de 2010

Evidencias

"Es necesario ser impredecible; hay que mezclar al jefe de la oficina de correos con la mujer tatuada. La mayor parte de los televidentes vuelve de una agotadora jornada laboral y cuando se sienta a ver televisión no quiere que se le ofrezca todas las noches una dieta despiadada, exigente de 'duras realidades' ". Michael Bunce, editor de Nationwide, en el Sunday Times (2 de marzo de 1975)*

Quizás por eso nadie vio ayer a Almunia entrevistado por Gabilondo, mientras que la bronca, lo cutre, sigue vendiéndose de miedo en la tele pública.

Audiencias de ayer: formulatv

* En MORLEY, D. (1996):, Televisión, audiencias y estudios culturales. Amorrortu Editores

Buen Salvaje



El sueño de la razón produce monstruos. Tiempo de latente incertidumbre, la postmodernidad abraza con fruición productos como Avatar. Porque recuperan la paradoja de volcar en la pantalla, con todo el artificio y la tramoya propias del cine, el mito del buen salvaje, el retorno a la esencia frente al mecanicismo.
Si has visto Braveheart, has visto Avatar. Adrenalina, mártires, batallas heroicas, justificación de la legítima defensa, hiperbólicos gritos libertarios... y, por encima de todos ellos, esa vindicación de la violencia como el recurso útil para defender lo tuyo cuando el invasor pretende pisarte. Es llamativo que una película aspire a generar un impacto global que lapide cualquier apuesta por la diferencia (por ejemplo, a la hora de la distribución en 3D) mientras en su argumento defiende la diversidad, la singularidad de las costumbres de un pueblo oprimido por el gigante imperalista.
Como divertimento, Avatar es imbatible, de la misma forma que lo fue, para muchos, Titanic. Pero su mensaje es demasiado hipócrita para hacerla perdurable. Me quedo con la reflexión de Santiago Roncagliolo, cuando llama la atención sobre el lema implícito de la película: "hay que salvar a los aborígenes de los blancos, pero hace falta que lo haga un blanco". Me suena.

16 de febrero de 2010

Memoria


Un bosque quemado: hectáreas de terreno carbonizado y todavía humeante, algún tronco escuálido que se yergue como un pez que boquea fuera del agua. Así se imagina Roberto Brodsky el Alzheimer, la devastación de la memoria que sufre Moisés, el padre del narrador de Bosque quemado. Así, también, los estragos del exilio repetido que este médico chileno, judío y comunista, padece y arrastra por distintos países, con la resignación de quien soporta la losa que le tocó acarrear: sin demasiadas preguntas. Sólo una demanda latente a lo largo de décadas de transhumancia sin norte. La obligación implícita que asume su hijo de acompañarle allá donde va, de ser el centinela de su soledad y su terca paciencia. Padre e hijo viven y sufren la misma situación, pero parecen no compartir lo que acontece. Son satélites que se dan sombra y a veces calor pero que siguen rotando en sentidos opuestos, con la certeza de que nunca llegarán a tocarse.

"...por un buen tiempo algo definitivo sucedió alrededor nuestro, por un tiempo las cosas visibles dejaron de latir y el mundo fue una piedra que había que llevar escondida para que no se notara: los pájaros, las nubes, los libros del vecino y el vecino mismo desaparecieron de la experiencia sensible, como si tú mismo te golpearas los tímpanos con un golpe seco y brutal para no saber ni oir que aún había alguien respirando cerca"

Tal vez para que el ruido de fuera dejara de atronarle los oídos, el cerebro de Moisés cortocircuitó sus conexiones, echó una cerilla en mitad del bosque para arrasar todo y de esa forma dejar de sufrir. Se dice que quienes más padecen el Alzheimer son quienes cuidan al enfermo. En esta novela aluden al término con el que la psicología define al cuidador que se deja arrastrar al lado chamuscado: burn out, el síndrome del cuidador quemado, aquel que acaba dejándose engullir por el bosque calcinado de la desmemoria. ¿Cómo combatirlo? Roberto Brodsky se entrega aquí a la literatura como el paliativo en esa senda del olvido. Las palabras simplifican, allanan el camino, lo pavimentan con categorías. Modelan nuestro patrimonio personal y familiar y nos ponen de acuerdo en lo que conviene no olvidar. Son un mapa del tesoro, un GPS para salir con vida cuando el bosque empieza a arder.

8 de febrero de 2010

El material humano



He cogido una libreta y la he dejado en el regazo mientras comenzaba a leer El material humano. Pronto he empezado a seguir los pasos de Rodrigo Rey Rosa. Escribiendo con regodeo sucesivas notas con las que acompañar este pseudodiario del guatemalteco, plasmado en un puñado de cuadernos disparejos. Una novela definida en el prefacio del siguiente modo: "Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, esta es una obra de ficción". Rey Rosa pide así de antemano venia para desplegar un texto donde la anécdota personal y la crítica política se van construyendo alrededor de su investigación en los papeles del Archivo Policial de Guatemala, descubiertos en 2005 y en pleno proceso de inventariado.

Partiendo de la misma fórmula que Capote en A sangre fría, Rey Rosa arranca desde el estilo notarial su acercamiento a estos archivos que componen un fresco de los efectos que la violencia de Estado ha infligido sobre los guatemaltecos durante más de medio siglo. Caminamos con él sintiéndonos parte de su estupor al asomarnos a ese pasado convertido en miles de fichas descabaladas. Intuyendo, de su mano, que una vía útil para explicar lo rápida y eficaz, lo puntillosa que es la violencia a la hora de contaminarlo todo, es ir anotando jirones de la propia vida cotidiana, a medida que levanta, sólo un poco, la alfombra de las sospechas. El desmoronamiento de la confianza social se inicia en un detalle, en un hombre que recela de su vecino, en una mujer que no se atreve a volver sola a casa de madrugada porque sus ideas políticas pueden traerle problemas. Así se pudre un pueblo; así carcome la violencia, de a poco.

Todo ese compendio de mezquindades se encarna, se vuelve humano, en la figura de Benedicto Tun, funcionario policial que pone su sello en las fichas policiales y por el que enseguida comienza a interesarse Rey Rosa. Tun parece simbolizar la grisura del eficiente escriba que hace posible que el engranaje del mal siga moviéndose. Es alguien que no se cuestiona si su trabajo es bueno o malo, sino que opina que cualquiera está obligado a desempeñar la tarea que se le encomienda con toda su voluntad y diligencia.

El mecanismo del mal se nutre también de gente inocente. Es la lección que aprende y muestra Rey Rosa. Ni él mismo es capaz, por indolencia y puro miedo, de llevar a puerto la investigación iniciada. Se rinde antes de tiempo, intuyendo el peligro y negándose a poner en riesgo lo que tiene en virtud de la verdad y la justicia. Si Capote apostó lo real para que a partir de esas ruinas se levantara la literatura, El material humano es el contrapunto de A sangre fría: un fracaso total de lo literario a merced de la supervivencia de lo real. Una asunción de la propia debilidad, que acaba emparentando a autor y personajes en la complicidad del silencio. La terrible respuesta que su hija le arroja a Rey Rosa al final del libro, se convierte, finalmente, en la esencia de esta crónica de lo pútrido que es El material humano. Salvo contadas excepciones, lo heroico nos es ajeno. Por nuestro propio bien.