28 de enero de 2010

Salinger




A lo mejor la única forma cabal de llegar vivo a los 91 es dejar de vivir a los 40. Hoy me han contado, por enésima vez, que el ser humano necesita la comunicación y la experiencia para sobrevivir. Salinger le hizo un corte de mangas a aquellas necesidades y a aquellas responsabilidades y decidió matarse. Sólo que tardó medio siglo en culminar su propósito. Y por el camino modeló una leyenda e hizo padecer un duelo sostenido a todos los que, en su entorno, convivían con ese fantasma corpóreo.

Tengo entre las manos El guardián de los sueños, las memorias que Margaret, la hija de Salinger, publicó en 2000:
«Debe de ser genial que J. D. Salinger sea tu padre". Creo que cuando los jóvenes, que son para quienes escribe mi padre, leen lo que Holden le contesta a su hermana cuando ella le pregunta lo que quiere ser cuando sea mayor, reaccionan de forma muy diferente a como lo hacen los adultos, para quienes las cosas no salen de la infancia de cada uno, sino que pasan por un proceso de maduración. Holden dijo:
...Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que me gustaría hacer. Sé que es una locura.
Cuando leí este pasaje siendo adulta y madre, lo primero que sentí fue indignación. No me indignaba Holden, es un sueño bonito para un chico. Lo que me indignaba era que yo había sido uno de esos niños. ¿Dónde estaban los adultos? ¿Por qué permiten que esos niños jueguen tan cerca del precipicio?»

La adolescencia es ese tiempo donde comienzas a descubrir que no todo es completo. Ni existe la felicidad absoluta, ni la tristeza total. Las certidumbres se desvanecen y por eso braceas perplejo intentando asir alguna verdad. Eso buscaba Holden en su huida. Encontrar un hueco donde experimentar la misma seguridad que soñaba con proporcionar a los niños que juguetean entre el centeno. Puede que Salinger despertara una mañana para ser alumbrado por la escalofriante certeza de que él nunca sería capaz de ofrecer ese amparo. Ni a sus lectores ni a sus propios hijos. Y determinó borrarse, dejarlo todo en blanco, como las tapas de sus libros.

Sigo leyendo a Margaret hablando de su padre Jerome:
"...leí en la revista Boston Globe que, tras leer el libro, una pandilla de chicos de instituto habían convencido a su profesor para ir a Cornish a buscar a J. D. Salinger. Fracasaron en el intento. El periodista que escribía la noticia le preguntó a una de las chicas qué hubiera hecho si le hubieran encontrado. Soltó una risita tonta, pero al final dijo: "Le hubiera preguntado si sería nuestro guardián, nuestro guardián entre el centeno".
Por muchas cosas que sea, en la vida real jamás será vuestro guardián. Sacad todo lo que podáis de sus escritos o de sus cuentos porque el autor jamás aparecerá de la nada para coger a los chiquillos que se acerquen demasiado al borde del precipicio"

Referencias:

Cornish, el refugio de Salinger:


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Tolbiac



No hay ninguna trampa tan mortal como la que te tiendes a tí mismo. Raymond Chandler

Desde Libros del Asteroide queremos agradecerle el tiempo que ha dedicado a la lectura de Niebla en el puente de Tolbiac. Esperamos que el libro le haya gustado y le animamos a que, si así ha sido, lo recomiende a otro lector.


Libros del Asteroide tiene la buena costumbre de rematar todos sus libros con una cita vinculada al texto recién concluido (Chandler, en este caso) y con esas tres líneas gentiles que agradecen e invitan a proclamar las bondades del libro. Es una actitud honrosa, que merece al menos encontrar respuesta. Así que, lector improbable, ahí va mi recomendación:

Aunque quizás sea buena idea empezar consignando las carencias intelectuales propias. Tengo como una de mis cuentas pendientes lo poco que sé y lo menos que he leído de novela negra. Ni Hammet, ni Chandler, poco Poe, nada Conan Doyle, nada Simenon, ni, por supuesto, nada más contemporáneo como Ellroy, Le Carré o todo lo nórdico que puebla las librerías últimamente casi con competencia desleal, como un monopolio impuesto.

Pese a que uno se las dé de voraz lector, aún no soy un adicto irrecuperable. Tengo que escoger lo que voy a leer porque las horas del día se comprimen y con el fin de sostener una pose de credibilidad, siempre tiendo a desdeñar las aventuras, la ciencia ficción, las policíacas e incluso las de humor. Un repaso a los libros que descansan en mi mesilla me llenó el otro día de una incertidumbre sombría: todas esas portadas en blanco y negro, esos títulos plomizos y sin esperanza, aquella amargura impresa me provocó un súbito rechazo. Rebusqué, por tanto, otros libros, y dí con Niebla en el puente de Tolbiac, de Léo Malet.

Como en casi todo en la vida, en la escritura es también una virtud esencial no tratar de demostrar algo que no se es. Nada más lejos del alarde hueco que esta novela, en la que Malet, dicen, vuelca su propia experiencia a través de su alter ego, el detective Néstor Burma. Siempre con la ceja levantada, Burma danza por un París neblinoso y cutre, tratando de dar con el responsable de la muerte de un viejo camarada de sus años anarquistas. Como una alegoría del desplome de las ilusiones libertarias, su rastreo le conducirá hacia la certeza de que, finalmente, el dinero todo lo puede.

Ser anarquista implica asumir la corrupción del mundo, apostar por la libertad absoluta y sin embargo creer que la cosa tiene solución, como una novela policíaca en la que la voluntad y la pericia del detective sirven para desenredar cualquier infortunio. Pero hace tanto tiempo que dejó de haber anarquistas que ya sólo queda niebla.


Comentario de Juan Pedro Quiñonero sobre la novela: aquí

3 de enero de 2010

Autómata



Primero pensé en encaminar este apunte por el sendero de la reivindicación de la novela de aventuras. Después, no quise quedarme sin decir lo mucho que disfruté de ese juego de las muñecas rusas donde las historias se imbrican, se solapan y se contienen unas a otras. Luego anoté en un cuaderno, para que no se me olvidase, que percibía un soplo vilamatiano en todas esas referencias cruzadas y en la búsqueda de la invisibilidad como la patria de los raros. Con aquél caldo de ideas, éste cóctel insípido:

Un niño que lee es un raro. Lo es hoy, porque leer implica la decisión libérrima y madura de apartarse de la golosina visual (Ramonet) para entrar en el espacio de la abstracción, de la duda intelectual que son los libros. Y, reconocedlo, cretinos: también ayer fue un raro un niño lector. Un niño lector era, cuando no había tele ni videojuegos ni Internet, un niño que optaba por quedarse en su cuarto en lugar irse al campo a jugar al fútbol, a matar hormigas o a tirarse cantos a la cabeza.

Así, niño raro, se intuye Oliver Griffin, protagonista de Autómata, desde muy temprano. Es cuando descubre su invisibilidad, su tendencia a la obsesión y su mal de libros. Su querencia por las historias insólitas y por el extrarradio. Luego, según nos cuenta un narrador al que yo le pongo la apariencia de Adolfo García Ortega, Griffin descubrió una foto antigua de sus abuelos junto a un muñeco. Quiso indagar el origen de aquella instantánea tomada durante un viaje de novios de hace ochenta años. Conocer el secreto de ese robot de lata, de apariencia y estatura casi humanas, pero mirada muerta. Esa fue la válvula por la que se precipitó su obsesión. A partir de ahí, la manía de dibujar islas, la persecución del autómata, el coleccionismo abigarrado de héroes y leyendas, fastuosas o patéticas, el mar como el dios que gobierna el destino de los hombres sin tierra... El relato de una singladura oceánica hacia el confín del mundo con el extravagante motto de arribar a la Isla Desolación.

¿Para qué sirven los libros?, se pregunta uno después de leer Autómata. Así, en general, ni idea. En particular, tal vez para saberte raro e invisible y no sentir vergüenza por ello sino orgullo. Tal vez para sindicarte en un club donde la libertad es absoluta pero no todo vale. Para sentirte omnipotente aunque tan pequeño. Marciano entre los hombres pero más humano que muchos de ellos. Un autómata invisible.