22 de diciembre de 2009

Espóiler


Para quien no lo sepa, un spoiler es un información sobre la trama de una serie televisiva que revela algún detalle importante sobre el argumento por venir de dicha ficción. Un espóiler, sujeto, vendría a ser un aguafiestas, vaya, el típico que te revienta el final sorprendente del libro, la película o el cómic que aún no has leído.

Ese, Espóiler, es el título de un blog de referencia en la crítica en español de series de televisión, a cargo del blogger argentino Hernán Casciari. Un adicto a las series cuyas opiniones suelen ser tenidas muy en cuenta por sus lectores. Todo un prescriptor 2.0, que atesora premios por otras aventuras cibernéticas que ayudaron, tengo la impresión, a impulsar la creación de blogs en español.

Pero hoy Casciari puede haberse dejado por el camino algo del prestigio ganado durante los últimos años al haber revelado, parece ser que por descuido, el argumento del final de la cuarta temporada de Dexter. Los comentarios en esa entrada hierven de ira contra Casciari por el incidente. Twitter también recoge las reacciones. El autor desliza entre los propios comentarios una disculpa en la que se mofa de la exagerada condena por parte de los lectores y consigue enervar aún más los ánimos.

Más allá de la más que posible torpeza de Casciari al no rendir abiertamente disculpas desde el principio, lo que salta a la vista es lo delicado de sostener un procedimiento clásico de consumo narrativo con la viralidad y la inmediatez de Internet. Me explico. El mecanismo de la intriga sostenida es algo que viene de muy atrás, desde el inicio de las narraciones; una necesaria dosificación de la trama en pro de la multiplicación de las ventas que vivió su apogeo con el folletín del siglo XIX y cuya estela permaneció vigente... hasta la llegada del ciberespacio.

Mi sensación, no demasiado madurada, es que aquel mundo está en extinción. Internet lo ha matado, como ha hecho con otros muchos usos y costumbres ligados al consumo de productos culturales. La red ha expropiado, en buena medida, el poder a los gestores de la cultura de masas para esparcirlo entre los usuarios. Ya no estamos vendidos al buen ojo, el presupuesto o la benevolencia de un programador de una cadena española para poder disfrutar de una producción extranjera casi al mismo tiempo en que se estrena en su país de origen (que es casi siempre Estados Unidos).

Pero esa libertad, como todas, tiene sus contrapartidas. Y una de ellas es que cualquier usuario medio de la red tiene al alcance de un clic las últimas novedades sobre su serie, película, cómic, libro o videojuego favorito. Incluidos, claro, los dichosos spoilers. Los fanáticos navegamos en busca de las últimas noticias sobre nuestros fetiches, haciendo equilibrios siempre para esquivar ese detalle que nos destripe la trama y dé al traste con aquella promesa de emoción, que, píldora a píldora, sobre todo las series acostumbran a destilar. Aceptamos, opino, jugar esa mano, pero sin querer ser conscientes de que nos arriesgamos a que alguien nos susurre que los reyes son los padres y arruine la magia.

Un vistazo somero al desarrollo de la investigación en comunicación de masas revela que, con cada nueva irrupción tecnológica, con el surgimiento de cada nuevo medio, se desarrolla también un proceso de aprendizaje del público. Cuando surgieron los periódicos, fueron tachados de mera propaganda impresa. La fe hacia los primeros mensajes radiados, la confianza en su infalibilidad, deparó experimentos tan curiosos como La Guerra de los Mundos, de Orson Welles. Y no digamos la televisión, que lleva más de medio siglo adocenando a la población, pero que sin duda no goza hoy ni de una centésima parte del poder manipulador de que dispuso cuando, en sus orígenes, la audiencia no contaba con herramientas precisas para hacer frente a los mensajes.

Supongo que algo parecido terminará ocurriendo con Internet. A medida que vayamos moviéndonos por este nuevo mundo, nuestra pericia aumentará, nos haremos más escépticos, aprenderemos a escoger qué y cómo consumir, a usar escudos que nos protejan de las amenazas, que hoy son variadas y difusas, y por ello aparentemente más dañinas. Imagino, frivolizando, que también aprenderemos a protegernos de los espóileres.

21 de diciembre de 2009

La lluvia en Brighton (Vila-Matas)


Semejanza vanidosa. Yo también escribí en mi cabeza lo que sería descorrer esas cortinas y ver la lluvia sobre aquella playa. Luego lo viví con la sensación de que la realidad jugaba a desmentirme o a bailarme el agua hasta que me di de bruces con el chicharrero del verano de Madrid y todo se acabó, no de súbito, como lo hacen los sueños o los cuentos, sino perezosamente, como ocurre, supongo, en la vida:



Nos han instruido mucho acerca del mundo, pero en realidad no han sabido explicarnos nada. Porque no hay una explicación. Es una buena razón para dedicarse al arte, mostrar el absoluto misterio de las cosas.
Ahora bien, quienes debemos mostrar ese misterio constituimos también un misterio para nosotros mismos. Recuerdo una tarde en Lima, en un café de las afueras. Alguien dijo a mi lado: "Conocerse será siempre el problema de todos los hombres". Pensé que la frase, que era muy justa, no agotaba los problemas ni los enigmas. Veo un misterio en todo. Por ejemplo, en mi insistente tendencia a escribir los viajes antes de hacerlos y luego llevarlos a cabo lo más parecido a cómo los he escrito. En una primera etapa, esta tendencia me parecía una excentricidad. Ahora, un enigma.
Recuerdo, hace meses, haber ido a Brighton habiendo escrito previamente parte de lo que allí viviría. Había leído que el tiempo sería lluvioso y había visto en internet los tonos azulados de las cortinas de los cuartos del hotel donde me hospedaría. Gracias a esta sabiduría previa, construí y escribí una sencilla secuencia que ocurría nada más llegar a mi habitación. Escribí que entraba en mi cuarto y me invadía una angustia que iba en aumento a medida que me acercaba a la ventana para ver cómo caía la lluvia sobre la larga playa de Brighton. La lluvia parecía calar en lo más hondo de mi destino. Movía entonces, con gran desesperación, la cortina de tonos azulados, y después me entregaba a unos pensamientos (también los llevaba escritos) agrios y profundos.
En la melancólica ciudad inglesa sucedió todo tal como había previsto (escrito, quiero decir), salvo el momento de angustia metafísica al mover con desesperación la cortina. Ahí debo decir que la desesperación, en contra de lo que tenía escrito, tuve que fingirla, lo que me hizo confirmar que no siempre que la ocasión lo requiere es fácil estar desesperado.
Me acuerdo de cuando allí en Brighton, algo más tarde, sentí la fatiga de estar pensando tan rutinariamente todo lo que ya llevaba escrito Y también de cuando me escapé del guión y pasé a modificar los aspectos más ásperos de lo que pensaba, y surgieron entonces otros pensamientos. Muy diferentes. Portentosos. Reparé en que no habría llegado hasta ellos de no haber seguido tan fielmente, hasta aquel momento, el guión que yo mismo me había escrito. O sea que me había ido bien permanecer fiel por un rato a la monotonía de aquello a lo que, por iniciativa propia, me había predestinado, porque gracias a esto había accedido, en una segunda etapa, a la sorpresa de ciertos pensamientos diferentes y portentosos, inesperados.
Pensé también en la época en la que la manía de escribir mis viajes antes de hacerlos me parecía tan sólo una extravagancia. Y también en el día en que unas frases de Ulrich Plass me hicieron ver que la manía era enigmática, pero no absurda e insustancial: "Es factible ver la biografía de Kafka como un experimento que puede resumirse en una pregunta formulada a modo de quiasmo: ¿puedo vivir mi vida de tal forma que cada una de las experiencias vividas se transformará en escritura, y puedo escribir de tal forma que toda mi escritura tendrá un impacto experiencial transformativo en cómo vivo?"
Comprendí que nada tenía de singular mi disposición a incidir con la escritura en mi vida, y transformarla. Y pensé en algo con una cierta carga heroica que le había oído decir al rapero Juan Manuel Montilla, El Langui: "Creo en el destino, que está ahí, pero ha sido con mi carácter y mi voluntad como he ido trabajando para crear otro destino".
Y también me acordé de Robert Musil que decía que si existe el sentido de la realidad, debe existir también el de la posibilidad: "Si al que posee el sentido de la posibilidad se le demuestra que una cosa es tal como es, entonces piensa: probablemente podría ser también de otra manera"
Desde entonces, el sentido de la posibilidad me señala que mi escritura no sólo puede intervenir en lo que vivo, sino también transformarlo, intervenir en lo que piense, tal como sucedió el día de Brighton después de mover los cortinajes.
Es verdad que solemos no conocer nuestros propios defectos, pero también lo es que muy pocos conocen sus propias virtudes. A veces hay en nosotros vetas de oro cuya existencia desconocíamos. ¿Y si una de esas vetas ocultas en cada uno de nosotros fuera, por ejemplo, una asombrosa capacidad para que nuestra escritura tenga un "impacto experiencial transformativo" en lo que pensamos?
Como estoy viendo que se puede llegar a lo nuevo a través de pensamientos previamente escritos, voy a escribir lo que haré y pensaré mañana por la mañana cuando baje con mis zapatillas de Muji al supermercado pakistaní a comprar café y me ponga entonces a pensar que una buena razón para dedicarse al arte es mostrar el absoluto misterio de las cosas...
Ya veo que mañana actuaré según el designio de lo escrito y lo pensado aquí mismo, unas líneas más arriba, y que me quedaré a la espera de que me entre la fatiga de la rutina de lo predestinado y me sea dado entrar de nuevo en el espacio de los pensamientos insólitos, prodigiosos; es decir, ya veo que mañana me quedaré a la espera de entrar de nuevo en una esfera del tiempo no prevista por los designios divinos y quizás trate ahí de buscar un fuego, un vuelo, un espíritu constructor, que nunca debí dar por perdidos. Pero eso lo haré mañana, hoy no. Hoy me quedaré pensando un rato en todo lo que no comprendo. Será mañana cuando vuelva a manipular el material de alto riesgo de la vida. Y será formidable saber que todavía trabajo para crearme otro destino.


7 de diciembre de 2009

Chapter 27



"Por haber matado a un señor tan grande, el hombre de la cadena les parece también en cierta medida grande, como si el crimen le hiciera acceder a un mundo superior"

R. Kapuscinski, El Sha o la desmesura del poder


Pasar a la historia es bastante más sencillo de lo que pudiera parecer en un juicio apresurado. Hay, por supuesto, una Historia con mayúsculas, que protagonizan sólo un puñado de nombres; aquellos cuyos actos, deliberados o no, deciden el destino de miles, millones de hombres.

Pero por debajo del once titular de la Historia merodean los suplentes, que se ganaron un hueco en esa casta elástica que puede estirarse o encogerse a conveniencia. Tipos que un buen día se propusieron hacer algo que dejase huella. Tipos que tal vez nunca tuvieron esa ambición, pero encontraron al destino esperándoles tras una esquina.

Luego hay otra categoría: quienes prorrumpieron deliberadamente en el salón de la fama, la mayor parte de ellos blandiendo un rifle, pero nunca lo hicieron con el propósito acabar indexado en la Wikipedia. Sólo pasaban una mala temporada. Uno de ellos pudiera ser Mark Chapman. Días antes de que matase a John Lennon a la salida del Dakota, se desplazó a Nueva York, quien sabe con qué demonios rondándole. Y, por lo que cuentan las crónicas, pasó varios días merodeando el hotel en el que residía el Beatle, en busca de un autógrafo en el que iría impreso una especie de mandala; la clave que abriera la puerta a los misterios del mundo, apenas sugeridos, codificados, en The Catcher in the Rye.

Ayer ví Chapter 27. Un intento algo grueso de acercarse al desconcierto que gobernó a Chapman en esas horas previas al asesinato de Lennon. Mañana se cumplirán 29 años desde aquellos cuatro disparos por la espalda que privaron al mundo de un músico genial y le donaron un mito para la Historia, esta vez sí, con mayúsculas. En la cita apuntada más arriba, Kapuscinski aludía a la admiración con la que los campesinos de un poblado persa miraban al asesino del Sha mientras éste era conducido a la capital para ser ejecutado. Chapman no sufrió la pena máxima, sigue en prisión a la espera de que se revise su caso el año próximo, mientras Yoko Ono continúa peleando un hipotético indulto. Así, con el paso de las generaciones la grandeza del magnicida se diluye, enfangada en el lodo de la cultura de masas. Forjando la paradoja de que, aunque las figuras de la celebridad y su asesino se equilibren, el crimen se muda de la enciclopedia al pastiche.