11 de septiembre de 2009

Máscaras



Supongo que la gran mayoría de nosotros lleva una máscara, un escudo que nos habilita para mostrar al mundo sólo lo que no nos duele, aquello que nos inventamos que somos, el clown que escogemos interpretar. La carne viva, la herida que supura, solemos plegarla al abrigo de la careta. Sólo unos pocos desdichados no encuentran caparazón. Sólo los locos, los bufones, los inadaptados o los anacoretas hallan más reposo en la exposición pública de sus intestinos que en los juegos florales.

Ese pudo ser el caso de Klaus Mann. A él, al que tanto le costó bajarse del púlpito al que su propio talento y la pertenencia a una casta donde la habilidad artística se suponía como seña de identidad, no le quedó más remedio que vivir expuesto al escrutinio ajeno. Pero lejos de interpretar un papel, Klaus se mostró siempre como era, vulnerable hasta el tuétano. Por eso imaginamos el trago que debió suponerle tener que combatir contra una sociedad donde la homosexualidad, el comunismo, la independencia o la iconoclasia eran rasgos a perseguir. Y, por añadidura, debió enfrentarse también, emulando a Edipo, a una sombra paterna demasiado alargada. Su padre Thomas, triunfante escritor rodeado de parabienes, apostó por la vida ordenada y recoleta, y la historia de la literatura, tan conservadora, le reservó un sillón de honor. Él, Klaus, el primogénito varón, se decantó por vivir, deprisa y peligrosamente. Pocos supieron o quisieron perdonárselo.

Cuentan que en mitad de las tribulaciones sólo halló respaldo en su hermana Erika, tanto desde el punto de vista expresivo como en la intimidad. Ambos emprendieron proyectos artísticos y ambos iniciaron un primer exilio lejos de la Alemania de entreguerras. Pero una vez que ella siguió su propio rumbo y se casó con Gustav Gründgens, los hermanos comenzaron su distanciamiento. Cuentan también (y así lo creyeron y lo proclamaron los familiares de Gründgens, que lograron la prohibición de la novela durante varias décadas) que Mefisto, la historia de un actor de orígenes humildes, comunista y con tendencias masoquistas que traiciona todo en lo que cree y vende a quienes le rodean para alcanzar la fama en la Alemania nazi, no es más que un retrato satírico del propio Gründgens. 

Parece ser que Klaus escribió Mefisto por encargo, cuando andaba sin blanca, pulido su capital en la morfina que le permitía sobornar al dolor. Y, pese a eso, logró retratar, a través de esta sátira, toda la decadencia moral que allanó el camino a la ascensión del nazismo. Fue la actitud cínica de Hendrick, el protagonista de esta historia, y de tantos como él, la que legitimó y fortaleció el clima de impunidad en el que se desató la barbarie. 

“No quiero saber nada de esto – dijo con hastío – Y no puedo hacer nada, ¿entiendes? Cierro los ojos, no veo lo que tú haces. De ninguna manera puedo estar al corriente", explica Hendrick frente a un amigo perseguido. Mirar hacia otro lado, esconder la cabeza, actuar como si nada ocurriera mientras el suelo tiembla. Salir cada día al escenario de la vida ordinaria portando una máscara sonriente que dé a entender que todo va bien. Una actitud vital que siempre asqueó a Klaus, allá donde el desconsuelo, la hipersensibilidad y la adicción lo llevaron. Murió por sobredosis en un hotel de Cannes, en 1949, cuando el fuego de la guerra se había extinguido pero el porvenir deparaba aún tantas decepciones.