26 de enero de 2009

Portátiles

No sé si es un gesto premeditado, o si se trata de algo que obedece al bíblico empeño de Anagrama por distribuir una colección en la que la relación entre calidad literaria y presentación es inversamente proporcional: cada vez mejores firmas, cada vez apuestas más sólidas, cada vez más prestigio, pero cada vez peores libros, peor encuadernados, peor impresos, menos manejables.

Tengo entre manos una de esas joyas leves del catálogo de Herralde: Historia abreviada de la literatura portátil. Fascinado por el vilamatismo, tiendo a atribuir a un detalle editorial el hecho de que en muchas de sus páginas algunas palabras estén semiborradas, como en proceso de desaparición, como la escritura del barcelones: siempre al borde de la huída. 

Historia... prefigura la evolución posterior de la escritura de Vila-Matas: todos los temas recurrentes que gravitan en sus últimas y aclamadas obras están, condensadas, en esta breve vindicación de la brevedad como el tótem del arte. Para mí, se trata de un trazo menor, en comparación con, por ejemplo, El mal de Montano. Pero la esencia es visible. No sé en qué lugar he leído (creo que en Bolaño salvaje) que autores como Bolaño, Vila-Matas, Borges o, en cierta medida, Auster y Marías, son escritores de proyecto. No se plantean su obra como departamentos estancos, una habitación que se cierra para poder abrir otra, sino una casa sin puertas por donde transitar. Un aliento, un tono, una misma temática, caminan, diagonalmente, por sus distintas obras. Aunque, como es el caso de Vila-Matas, éstas tiendan a esfumarse, al final hay una misma bruma donde todos los personajes se funden en un abrazo, y todas sus tramas se entrelazan en mitad de la niebla.

Pin-ball


Un buen día (ayer, tal vez) decidí que la estructura de todas las novelas que cayeran en mis manos sería exclusivamente la que yo quisiera darle. Así de sencillo: la literatura es un torrente poderoso, pensé, por el que te precipitas tú, lector, y los libros que viajan contigo y a los que a veces te aferras como si de troncos se tratase, y que otras esquivas para que no te golpeen en el cráneo. Tú te agarras a esos libros, los quieres, te sientes en deuda con ellos por lo bien que se han portado contigo. Te los llevas a casa y les pones tu ropa, y les das de cenar. Les das cobijo, para devolverles el favor. Los haces tuyos, los completas, y ese puñado de páginas encuadernadas dejan de pertenecer al tipo ese que te mira en blanco y negro desde la solapa y pasan a ser tuyos y como son tuyos ahora resuelves que, desde sus cimientos hasta sus ramificaciones, tú tienes algo, mucho, que decir en todo esto.

Eso pensé, un día (creo que fue ayer, sí), después de dar carpetazo a un libro de Piglia que se apellida Perpetua y se llama Prisión. Pensé que esa novela, que son, como mínimo dos novelas, era un pin-ball. Una de esas máquinas de bar en las que la bola es propulsada con fuerza por un muelle hacia un tablero cuajado de rincones, túneles, esquinas y resortes que escupen la bola en mil direcciones. Así, bola de pin-ball, me sentí yo al leer, de una sentada, Prisión Perpetua. Noté que Piglia era el tipo que juega, que acciona el muelle que me empuja de un lado a otro, a merced de los vaivenes, pero siempre atento, centinela, a que yo no me despeñe por el agujero del tablero inclinado.  

Que me ha gustado mucho, Prisión Perpetua, pensé (ayer, sí, confirmado). Que leeré más de Piglia.

22 de enero de 2009

Elizabeth Costello


Escribí en su día un artículo sobre Coetzee, aunque lo he perdido. Lo hice en la época en la que menos leía y, en consecuencia, menos escribía. Juventud fue uno de los pocos libros que consumí. Me gustó bastante, y aunque no recuerdo muy bien por qué, quiero creer que fue más que nada por la identificación con esa fórmula manida del joven que busca una voz, un estilo en su escritura y no encuentra un modo más apropiado que la huída. He oído por ahí que viene a ser una vuelta de tuerca a El guardián entre el centeno. Puede ser. 

Hoy leo más, luego escribo. Y desde esta circunstancia personal miro otra obra del Nobel sudafricano: Elizabeth Costello, un libro híbrido que nació de la necesidad expresiva que condujo a Coetzee a inventar un personaje de ficción, la veterana escritora australiana Elizabeth Costello, para que fuera ella, y no él, quien arrojase en sus conferencias públicas sus controvertidas y libérrimas opiniones. Costello es la careta que utilizaba Coetzee para poder moverse en el pantanoso terreno de la argumentación pública sin tener que mostrarse a pecho descubierto. Y, después, descubrió que en ese personaje-careta había toda una intrahistoria que merecía ser contada: una juventud contestataria, el peso del éxito literario prematuro, los desengaños amorosos, los hijos que reclaman mucho más de lo poco que se les entrega... Y la vejez.

La vejez es el gran tema de Coetzee. Así ocurre en Desgracia o en Esperando a los bárbaros, las otras obras del sudafricano que he leído. Hasta en la propia Juventud, el punto de vista es el de un viejo que reflexiona sobre sus orígenes literarios y su encuentro con la madurez. Aquí, en Elizabeth Costello, la proximidad de la muerte sobrevuela por toda la obra. Esa escritora de vuelta de todo percibe que el tiempo que le queda mengua a marchas forzadas, y, a pesar de las reticencias iniciales, cuando es invitada a exponer sus ideas en conferencias por medio mundo, no se muerde la lengua: dice lo que siente, con argumentos insólitos pero tenaces. No trata de imponer sus postulados a los demás, pero quiere dejar claro que sus convicciones son insobornables. Y, en un alegórico tramo final, Coetzee resuelve esta ¿novela? con la llegada de Elizabeth a un limbo kafkiano en el que, atónita, la escritora se ve empujada a justificar todos sus puntos de vista, su terco nihilismo intelectual.

Una obra rara, experimental, cuya narratividad se resiente por el excesivo peso argumentativo. Como ejercicio, como apuesta, es admirable. Coetzee nunca defrauda y su pericia y su sabiduría son deslumbrantes, en todos los terrenos, allá donde decide adentrarse. Aunque esta sea, al fin y al cabo, una apuesta menor de un  escritor mayor.

21 de enero de 2009

14 de enero de 2009

Listas

Igual que Rob en Alta fidelidad, tengo en alta estima a las listas. Es un vicio que tal vez debería acomplejarme, pero disfruto mucho haciendo ese tipo de inventarios. Es como si utilizases esa simplificación para reordenar tus prioridades: más importante que el asunto sobre el que haces una lista es el hecho de que eres tú quien establece una jerarquía sobre ello. 
A pesar de que nos hacen creer que hoy padecemos sobreabundancia de posibilidades, la libertad que verdaderamente ejercemos es muy limitada. Nos quedan, al cabo, los gustos particulares, las filias y fobias. Las listas. Nadie te obliga a que te guste algo, aunque el discurso oficial de la intelectualidad o del márketing siempre trate de condicionar tus preferencias. Lo más triste de una dictadura es cuando se censuran los libros, las películas, las canciones, cuando se acotan los viajes, y se vigilan o se prohíben las reuniones. Por ahí empieza a pudrirse un régimen, siempre.

Reparo en todo esto mientras pienso en la lista de los libros que voy a leer en las próximas semanas, los que ya aguardan su turno en mi mesilla:


  1. El buen soldado. FORD MADOX FORD.
  2. Historia abreviada de la literatura portátil. ENRIQUE VILA-MATAS.
  3. Carta breve para un largo adiós. PETER HANDKE.
  4. Prisión perpetua. RICARDO PIGLIA.
  5. El secreto del mal. ROBERTO BOLAÑO.
  6. Un trozo de mi corazón y La última oportunidad. RICHARD FORD.
  7. El parque de los ciervos. NORMAN MAILER.

Y otros tantos.


 

12 de enero de 2009

Pastillas


Igual los fanáticos religiosos o los espiritualistas que viajan a la India y se convierten al veganismo, que es esa disciplina vital que excluye de la dieta cualquier alimento que provenga de los animales, son los últimos sobre la tierra que día de hoy siguen pregonando contra la exacerbación de la ciencia como la vía de solución para todos nuestros problemas. Joder, cuánta ayuda nos dan los fármacos, de qué extraordinaria manera nos han servido a través de los siglos para calmar nuestro dolor, para sanar nuestras heridas y para asomarnos a otras realidades de nuestro cerebro en lisérgicos viajes. Se han convertido en nuestros centinelas, nuestros compañeros de asiento en el autobús, y eso, toca apechugar, tiene su precio.


Aún pervive la sacudida que me produjo El telescopio de Schopenhauer, la primera novela del irlandés Gerard Donovan publicada en España. Recuerdo esa escritura limpia y un poco naif, la manera en la que a medida que transcurre la trama entrevemos lo terrible que fermenta bajo bajo la alfombra.

Se mantienen esas señas de identidad en El Doctor Salt. Aunque el escenario es radicalmente distinto a aquella desolada escena del Este de Europa que se narraba en la anterior novela: la historia es aquí menos hostil; no hay una guerra en el horizonte, sino un tranquilo lago y las dilatadas avenidas urbanizadas de la mormona Salt Lake City. Pero el drama sigue ahí, porque hay hombres y a los hombres el desgarro les define. Aunque sea incomprensible; hay tantas cosas incomprensibles en el mundo que a la gente le da por hacer locuras para sobrellevar esa incomprensibilidad. O le da, puede ser, por tomar pastillas, miles de pastillas para cada una de las miles de afecciones que existen hoy día o que se inventan con el exclusivo propósito de buscarle un nombre a nuestro vacío y rellenar ese vacío con pildoritas de colores.

Los protagonistas de Donovan narran en primera persona. Cosas horribles, que estremecen. Desde su perspectiva, el mundo es extrañísimo y sus habitantes marcianos. Pero duele menos. Si lo que ves cuando te asomas a la vida es el dolor manchándolo todo y guiando los movimientos de la gente, quizás la mejor salida, o la única posible, sea inventarse una vida paralela, acolchada. Y en eso las pastillas tienen mucho que decir: en esta novela, los protagonistas son víctimas evidentes de un sistema social que fomenta la necesidad de ser felices, de no sufrir nunca, y lo hace inventando nuevas drogas que amortigüen el tormento. Existen pastillas para aliviar todas las angustias de nuestra mente y nuestro corazón. Agotado el mercado, a las farmacéuticas no les queda otra (sugiere Donovan) que fabricar nuevas dolencias psiquiátricas que estimulen la aparición de fabulosas píldoras de la felicidad. Una espiral diabólica sobre la que se asienta la crítica de El Doctor Salt al mundo de hoy, un mundo en el que está prohibido llorar, en el que mola autocompadecerse y en el que la extravagancia está equiparada al peligro. Todos iguales, todos sedados. Qué miedo.



9 de enero de 2009

Leónidas no vio Madrid nevado

Todo está conectado. Al menos en mi cerebro, y quiero pensar que eso es lo que importa. 

Como en el cine negro, dos sicarios irrumpieron en el cuarto de hospital en el que convalecía Leónidas y uno de ellos le baleó hasta la muerte. Sin proponérselo, el verdugo le aportó cierta dignidad, una insólita coherencia, al fin de sus días, tan contaminados por el crimen. No merecía otro final Leónidas, que consagró buena parte de su vida a la sangre, la ambición y el engaño. Antes de que le matase la vida, por medio de una enfermedad incurable, le mató la muerte. 

Y ahora la literatura: Leónidas no se llamaba Leónidas. Fabulé con el hecho de que hubieran sido sus padres los responsables de ese nombre de reverberaciones históricas. Fabulé con el hecho de que ese nombre hubiera impreso en este colombiano cetrino y chaparro la gloria kamikaze del Leónidas que comandó, en el 480 a. C., a sus trescientos griegos en el paso de las Termópilas. Imaginé que la flecha que dio muerte al rey espartano viajaba por los siglos hasta desembocar en esa cama del 12 de Octubre, convertida en bala, para completar el círculo perfecto de la muerte violenta. 

No fue tal cosa. Leónidas no se llamaba Leónidas, sino José Antonio Ortíz Mora, apelativo cien veces más vulgar que no remite a leyendas heroicas sino al archivo catastral. Qué feo. Qué cutre. Qué falso. De hecho, su asesino cruzó la puerta de la 537 dispuesto a matar a Leónidas, no a José Antonio. Preguntó incluso, con perfecta educación, al otro inquilino del cuarto, que le señaló el cuerpo que dormía en la cama vecina. «¿Es usted Leónidas Vargas?». Pues no, esa era sólo una de las falsas identidades que se inventó José Antonio para enmascarar sus delitos. 

José Antonio se iba a morir más pronto que tarde, postrado por una enfermedad terminal. Su alias, Leónidas, le dio una última oportunidad de cumplir con el ciclo violento de sus días y encontrar una muerte de película. Su contrapartida es que se quedó sin ver este viernes nevado, este Madrid albino que da tantas ganas de vivir.

5 de enero de 2009

Palabras menos


A veces las palabras no son más que un lastre. Véase, por ejemplo, la trayectoria perpendicular de dos realizadores argentinos, Adolfo Aristarain y Daniel Burman. Sé que tal vez sólo les vincula su patria, porque ni sus orígenes, ni sus influencias, ni, sobre todo, su generación son comunes. Pero me apetece reparar en el proceso que yo, como espectador, he experimentado respecto a su obra. 

Durante un buen tiempo, tuve a Martín (Hache) como una cinta de cabecera. Fue, más o menos, el equivalente cinematográfico para los artefactos de Gabo y Vargas Llosa que consumía en los primeros escarceos lectores. Una película magnífica, que, no obstante, envejece regular. Todas esas conversaciones exhuberantes entre sus personajes, aquellas letanías que me fascinaban ataño, hoy no me causan la misma impresión. 

No sé si es un proceso natural o una fobia particular, pero del mismo modo en que cada vez me sobran más frases en los párrafos de las novelas que leo, en las películas echo en falta más silencios. O menos palabras, mejor dicho. La vida está repleta de ruidos: platos que entrechocan, puertas que se cierran, tertulias de fondo, silbidos, toses, motos. No así de palabras dichas en voz alta; hay en nuestro día a día menos sentencias lapidarias, mucha menos metafísica verbalizada de la que nos creemos. Las pelis de Aristarain son una rica filigrana oral; los personajes hablan mucho, sobre todo entre ellos, y casi siempre con coherencia, con frases que te gustaría usar con la naturalidad con que parecen salir de sus labios. De ese roce necesario, de la fricción entre caracteres que dialogan pero no se comunican, brota el conflicto. 

En la obra de Burman, en cambio, la apuesta formal es más desenfadada pero el contrapeso lo ejerece esa incomunicación que deriva del silencio. Los personajes protagónicos, casi siempre varones, pierden oportunidades de ser felices por vivir encerrados en su mundo, por negarse a compartir lo que les carcome por dentro. Hoy me identifico con mucha mayor falicidad con ese ambiente lacónico que con la verborrea freudiana de Aristarain. Hoy comprendo, paso a paso, que lo complejo es saber narrar sencillo. Todo lo que yo quiero contar tiene su cauce apropiado, las palabras justas, los planos concretos, las líneas de guión precisas. Lo difícil es hallarlas.

2 de enero de 2009

García-Alix



Más allá de la Movida. De la heroína y de las motos. Los tatuajes. Más allá de las paredes desconchadas y de los altos bloques de edificios que palpan el cielo plomizo. De los miles de pares de ojos que miran a su objetivo, con insolencia y ternura, gallardos y desvalidos a un tiempo. Más allá de las crisis personales, los pantanos de la propia mente. Más incluso del amplio reconocimiento crítico, popular e institucional alcanzado con los años. García-Alix hace inventario de su vida y de su obra - ¿cómo disociarlas? - en De donde no se vuelve, una suerte de exorcismo con el que el fotógrafo se desnuda a través de su mirada, de sus retratos terribles.

  • "La fotografía es un poderoso médium. Nos lleva al otro lado de la vida.Y allí, atrapados en su mundo de luces y sombras, siendo sólo presencia, también vivimos.Inmutables. Sin penas. Redimidos nuestros pecados. Por fin domesticados... Congelados.Al otro lado de la vida... De donde no se vuelve".

Así se explica el propio autor en una turbadora pieza audiovisual con la que da carpetazo a la exposición en el Reina Sofía. Así confiesa que la foto es su única y fiel compañera a lo largo del todos estos años, la única disciplina que mantuvo en mitad de la peste narcótica. Encontró en la cámara un canal expresivo que al cabo le ha servido para salvarse, para comprenderse. Tras muchas huidas, tras tantas habitaciones abandonadas, la fotografía es lo único que le permite pasar al otro lado, revisarlo todo sin manchare las manos. No del todo, al menos. 

Libros de fin de año

A vuelapluma, un repaso a los libros leídos en las últimas semanas:


1) Me Voy, de Jean Echenoz. Contemporánea novela de aventuras, que respira, en el transfondo, una saudade muy pesimista, a la francesa, con ese aliento nihilista que implica desprenderse de todo lo que nos preocupa, lo que nos hiere. El hombre del XXI, extraviado ante tantas opciones.

2) Suicidios ejemplares, de Vila-Matas. Soy cada vez más adicto a la escritura voluble y genial del barcelonés. Este volumen de relatos publicado hace dieciocho años es un precursor de la obsesiva Doctor Pasavento en esa búsqueda de la desaparición. 

3) Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro. Me gustan más sus cuentos. Bastante más. Esta colección de pecios inclasificables del peruano contiene alguna reflexión deslumbrante, pero el conjunto, además de deslavazado, es un quejido pequeñoburgués del que me distraigo con frecuencia. Ribeyro es mejor cuando pone el ojo en los perdedores, en el lumpen.