17 de septiembre de 2008

La Fortaleza de la Soledad

Yo jugaba a las chapas. O con gi-joes. O saltábamos la verja del colegio a eso de las cinco para echar la tarde correteando y dando patadas al balón, compitiendo. O cambiaba cromos, de futbolistas, o de Bola de Dragón. O incluso participé en el cruel e inmisericorde juego de cegar a las hormigas cabezonas arrancándoles las antenas para que entablaran duelo sin cuartel. 

Yo también me sentí humillado, a veces. Desplazado de mi entorno. En la calle, en el colegio. Arrojado a un tablero piramidal, en el que la cadena del abuso tenía una perfecta lógica: había abusones vocacionales, auténticos, indiscriminados, y sus humillaciones ejercían un efecto dominó, de arriba hacia abajo, hasta alcanzar al eslabón más débil. 

Pero creo que ninguno de nosotros se quejó. Somos aquello que nos tocó vivir. Crecimos con la conciencia de que quienes nos precedieron tuvieron que cargar con similares destinos. 

Lo que nos resta, transcurrido el tiempo, es el pataleo frustrado de la memoria. Algo así le ocurre a Jonathan Lethem. Ni su tiempo ni las circunstancias en las que creció son semejantes a las mías. Para él eran el béisbol, las aceras de Brooklyn, los cómics, los años setenta, la pugna racial enturbiándolo todo. Pero al cabo me veo reflejado en ese retrato confuso, entre amargo y tierno, que hace en La Fortaleza de la Soledad de su infancia y juventud, de los códigos implícitos que rigen las relaciones grupales de los niños y los jóvenes de cualquier barrio, qué más da la época y el país en el que nos fijemos.

Esta novela es imperfecta, amorfa, reiterativa, complaciente. Pero se nota que está escrita desde las entrañas. Se perciben entre esas líneas los años de rumia de los recuerdos. Un ajuste de cuentas con el propio pasado. Como tal, qué más da que no se ciña a la realidad. Qué nos importa que por esas páginas paseen jóvenes voladores o invisibles, escenas inverosímiles, encuentros y azares improbables. Uno tiene derecho a reinventarse su propia infancia, a disfrazarla a conveniencia. Al fin y al cabo, todos escribimos para explicarnos lo que somos. Y nuestros primeros pasos por el mundo social prefiguran aquello en lo que nos convertiremos. Es lógica esa necesidad de hacer inventario de lo que le pasó en esa época crucial. Tan lógica como reescribirlo todo, quitar de aquí y poner allá. Explicarse.


15 de septiembre de 2008

David Foster Wallace

Se suicidó el viernes David Foster Wallace. Tuve en la mano alguna de sus novelas publicadas en España, pero acabé decantándome por la novela de Lethem que leo ahora, más por cuestiones coyunturales que por convicción plena. 

Conservo una especie de rabia egoísta y arbitraria cuando descubro que un autor que me interesa pero al que aún no he leído fallece. Si hoy paseas por cualquier librería, encontrarás estantes disfrazados de velatorios. Ahí está el muerto, expuesto a los ojos del paseante enlutado, transfigurado en páginas, en tinta seca. Claro que muchos de los que hoy se detengan y hojeen a Foster Wallacee y se asomen así al nicho de sus libros ingnorarán que ese autor nos mandó al carajo hace sólo un puñado de horas. 

Envidio esa ignorancia, porque cuando acuda en los próximos días a cualquier librería y compre y lea a Foster Wallace, lo haré sin duda con la carga de la culpa. Eso ocurre. Fallece un conocido y cuando digieres la noticia de su muerte lo haces con la cabeza gacha, arrepentido por todas las ocasiones en que ignoraste al finado; todas esas veces en las que le condenaste sin causa. Te asquea aquella íntima actitud tuya; y, casi tanto como eso, te asquea la osadía del muerto por morirse y dejarte en evidencia. 

Foster Wallace, que lo sepas: me molesta que te ahorcases. Me fastidia porque ahora habré de leerte bajo el peso del remordimiento. Porque seré uno más de los que se aproximen a tí desde el morbo de la muerte. Porque leeré tus páginas sin saber muy bien si me gustarán por sí mismas o porque ya tendré en cuenta que las escribiste a la intemperie, a merced de la nube negra, sin más escudo que la propia escritura. Y, sobre todo, me indigna por todo lo que te quedaba por escribir y ahora ya se perderá en el limbo. 

8 de septiembre de 2008

Los girasoles ciegos



Hay que apuntarlo rápido antes de que llegue la avalancha de premios y loas, los advenedizos que se arrojan a la piscina con los ojos cerrados. Los girasoles ciegos no es una buena película. Y no hace falta decir mucho más. No hace falta porque las películas son cosas cuya función básica es dejar sabores de boca. Buenos o malos. Una dicotomía algo simplista, pero eficaz. Una película puede estar cargada de errores, pero continuar funcionando como lo que es. Una película puede ser un desastre imperfecto, pero ser efectiva al fin y al cabo. 

No es el caso. E imagino que no ayuda el hecho de que sea una adaptación de una obra literaria que, por añadidura, está contorneada por la leyenda de un escritor casi inédito que muere antes de que todo el mundo descubra que ha publicado un libro genial y necesario. Podría decirse que es sencillo subirse al carro y fagocitar en beneficio propio no sólo el libro sino sobre todo esa leyenda. Y engordar la gallina. Tampoco es el caso. La honradez artística de Cuerda como autor es algo a prueba de bombas. Y no digamos de Azcona, que firma su último guión en esta cinta. Tanto el aliento tierno y valiente del director albaceteño como la sabiduría y el humor del guionista animan, a priori, a zambullirse en una película que prometía. También sus intérpretes, soberbios en otras ocasiones, pero demasiado forzados, encorsetados, aquí.

Leo que la película buscaba el maniqueísmo que destila mucho de su metraje. Pues yo creo que no le sienta nada bien. Así como otras veces (sin ir más lejos, en La lengua de las mariposas, de la dupla Cuerda-Azcona) uno descubría la complicidad que le ligaba a los vencidos de la guerra, a la humillación que padecen con entereza y dignidad, en Los girasoles ciegos esa rosca está pasada. Hay vencidos y humillados, y hay dignidad en la derrota y desesperación y miedo y rabia contenida. Pero eso se desvanece cuando en los ojos de los vencedores no percibes la huella que la vileza debe dejar tras de sí. Cuando alguien se deja llevar por el macabro guión de la victoria y humilla a sus víctimas, algo prende en su espíritu. El uso del mal no sale gratis. No hablo de tribunales de guerra, sino del propio juicio que la conciencia de cada cual impone sobre nuestros actos. Y no veo nada de eso en el diácono perverso y acosador, ni en los falangistas que irrumpen en mitad de la noche para intimidar a esa familia. Veo un cómic: una de villanos e indefensas víctimas, con algún que otro giro costumbrista que desentona del clima general de la historia. Echo de menos ironía, contradicciones. Humanidad.

Iba absolutamente predispuesto a dejarme encandilar por esta película. He hecho un esfuerzo por entregarme a ella sin condiciones. Pero no me ha gustado. Sigo buscando porqués.

Cháchara


Tictac, tictac. Blablablá. Cháchara. Tiene vida propia, un ritmo, una música secreta que incorporo al traqueteo del vagón, al compás de mis pupilas que se deslizan, perezosas, por las líneas del libro. Hay un momento en el que esa música y mi propio cansancio se buscan, se dan la mano. Me incordian. Me desconcentran. Son las siete-cincuenta. No hay vuelta atrás. Perdí el hilo a la altura de El Casar. De manera que me resigno. Me abandono a la cháchara vecina.

Y me digo que en el fondo no está tan mal. De hecho, a veces necesito anotar lo que escucho: robo ese diálogo, lo incorporo a mi cuaderno, lo petrifico como si fotografiase esa charla y la pegase a un álbum privado. 

Otras veces dejo pasar el momento. No lo anoto. Pero la cháchara permanece. Merodea por los callejones de mi cabeza. Me persigue y me ruega que la utilice, que la maneje a mi antojo, que la haga mía y la mezcle con recuerdos, con otras invenciones, acaso. 

Sánchez Ferlosio cuenta con cierto disgusto que El Jarama surgió de un compendio de jergas, de léxico popular, que él iba recopilando como un cazador de mariposas. Con esos escuetos mimbres armó una novela de la que hoy no se siente demasiado orgulloso, porque considera que le falta el aliento que debe soplar en toda historia. 

Con conversaciones prestadas, por sí solas, no puede construirse un relato. Pero quizás tampoco puede prescindirse del lenguaje de la calle, del blablablá de los vagones, a la hora de sentarse a escribir una historia. Si te asomas desde una azotea altísima tal vez la vista de la ciudad sea abrumadoramente bella, pero no tendrá alma. El alma de una ciudad se capta al chocarte con sus transeuntes, al aspirar el olor de sus esquinas. Al hurtarle su cháchara al vecino, para hacerla tuya. Somos espías, mirones, vouyeurs de tres al cuarto.. 

1 de septiembre de 2008

Cainitas

Parto de la certeza de mi propia ignorancia. Acerca de Chile, de los chilenos, de la literatura chilena, latinoamericana, e incluso de la literatura en general. Y de sus nombres propios. De los que pueblan estos párrafos. De Enrique Lihn, de Jorge Edwards, de Heberto Padilla, de los chismes, los libelos, el fuego cruzado.

He leido La Casa de Dostoievsky. Pasa a veces que uno se aproxima a un autor consagrado por medio de su última obra y suele quedar defraudado. Hay escritores a los que se les caduca el nervio, se les agota la veta y empiezan a repetirse; se ven envueltos en una espiral de premios y exigencias editoriales que les empuja a entregar no la obra que desearían sino la que quiere su editor. Sospecho que eso es lo que le ocurre a Edwards, a quien, a priori, no tengo por qué negarle la valía en las obras que le dieron fama. Pero sobre esta última sí puedo opinar: puedo hablar de esa prosa enredada, pretendidamente irónica en su aliteración. Fallida, al cabo. Enfangada. Puedo hablar también de una novela sin estructura, a la que le sobran escarceos y le faltan mimbres que articulen la trama.

Quiero creer que el propósito de Edwards era simular un rastreo anárquico por la memoria. La suya y la de su generación. Así son los recuerdos: a salto de mata, como esta novela. Pero la gracia de la escritura es que nos permite ordenar las remembranzas, llamarlas por su nombre y darles altura. Qué sentido tiene poner negro blanco lo que ocurrió, por más que las versiones sean vagas y contradictorias, si lo que nos sale es una papilla informe.

En fin, que, salvo algún tramo curioso y algún retrato logrado, La casa de Dostoievsky no llega a levantar el vuelo y se queda en poca cosa.

Así que tampoco comparto el entusiasmo en la crítica y el vendaval de la polémica que ha brotado en torno a este libro. Se supone que el protagonista de la obra, El Poeta, es el chileno Enrique Lihn. Edwards le dibuja como un letraherido ensimismado y ajeno al curso de los acontecimientos, los privados y los públicos, que se van sucediendo a su alrededor. Le recuerda, en fin, como un buen escritor que pudo llegar a ser mejor con más oficio y menos distracciones. Y sobre todo, le utiliza como la metáfora de una quinta de literatos chilenos que marcaron casi tanto a una generación por lo que no escribieron que por lo que publicaron.

Y no va mucho más allá. El esbozo del personaje no se pierde en el peloteo ni se ensaña en el ataque a sus defectos. Es cariñoso y exigente casi a partes iguales. Pero parece ser que los que hoy veneran a Lihn no le perdonan a Edwards algún que otro pasaje oscuro de su retrato (como cuando deja caer los rumores acerca de la pedofilia del Poeta).

Como la cabra que tira al monte, recurro yo a Bolaño, que leyó concienzuda y sentimentalmente a Lihn. Que sostuvo una breve correspondencia con El Poeta y que compartió con él, según parece, una crítica despiadada hacia el Chile político y el Chile literario. Ahora que ambos forman parte de la historia de la literatura de aquél país, es curioso comprobar como su legado va sembrando admiraciones donde en su día proliferaban los juicios sumarísimos. Es una impresión agridulce ver cómo el mundillo literario empapa con sus rencores y sus sainetes a la verdadera literatura. No sé bien si todo ese jaleo da cuenta de que la literatura está viva o de que se va pudriendo. Supongo que son gajes del oficio.