29 de agosto de 2008

Modestia

"Por mucho que algunos se empecinen nunca me voy a arrepentir de la foto de las Azores, fue algo histórico".

"Dejé como herencia el país más rico de la historia de España"

J. M. Aznar. (El Mundo, 27/08/08)

28 de agosto de 2008

Los libros que no acabas

Repaso con detenimiento, en mitad de la calma chicha de un verano en la oficina, las notas críticas de Lector Ileso (I, II y III), un «diario de entusiasmos literarios subjetivos sin rigor», como lo define su propio autor. Y redescubro en muchas de sus críticas el placer libertario de abandonar los libros insufribles al cabo de las páginas. Me veo retratado en todos esos libros que a uno, sin saber muy bien por qué, le encandilan, le llevan de la mano desde el prólogo hasta la última palabra. Pero también percibo esa complicidad en la rendición, ese bajar los brazos cuando nos enfrentamos a un libro que no merece la pena.

De pequeños nos inculcaron, mal que bien, un vago sentido de la responsabilidad que nos apremiaba a terminar lo iniciado. Nos esforzamos por seguir esa pauta, también con la lectura. Luego, entre el descubrimiento personal y los consejos sabios de quienes amaban la literatura y sabían de qué iba esto, nos convencimos de que la vida es corta y hay tanto bueno por leer que perder el tiempo con párrafos que nada nos dicen es una insensatez. A pesar de que tu instinto esté desorientado y de que sesudas opiniones te encaminen hacia esas lecturas, lo mejor sigue siendo guiarte por tu olfato. Dejarte llevar. Y tal vez aquel libro cuya lectura dejaste varada en la página 237, vuelva un buen día al quicio de mente, a tu mesilla, a llamarte en busca de una reconciliación.

Cada vez que, como me sucede ahora, suelto lastre y dejo un libro que nada me aporta y comienzo otro que me deslumbra, me reencuentro con la felicidad de la lectura.

26 de agosto de 2008

22 de agosto de 2008

Del puño negro a las zapatillas doradas

Por Alfredo Relaño, en AS

«La primera tele que entró en mi casa fue en vísperas de los JJ OO de México, allá en el lejano 1968. Unos grandes Juegos. Allí vi a Fosbury brincar una y otra vez de espaldas, ante el asombro mundial, y salir campeón. También vi el fabuloso salto de Beamon, que excedió los sistemas de medición previstos por la organización. (Aquel récord duró 23 años). Y vi, con mis asombrados ojos de adolescente, a Tommy Smith y a John Carlos elevar desde el podio un puño enguantado en negro. Aquel gesto estremeció muchas conciencias. A ellos no les reportó ningún beneficio, pero entendieron que era necesario.

Por aquel entonces, la población negra de Estados Unidos no podía subir a los mismos autobuses que los blancos, ni ir a los mismos colegios, ni entrar en las mismas cafeterías. Pocos meses antes de aquello, Martin Luther King, un predicador que apostaba por la no violencia, fue asesinado en Memphis justamente por su lucha en pro de los derechos civiles de la población negra. Eran los mismos años en los que el gran Mohammad Alí se jugó su carrera por plantar cara al 'stablishment' blanco, que pretendió hacerle pagar su insolencia enviándole a matar vietcongs a aquella guerra estéril.

Son otros tiempos. Hoy, Obama ronda el sillón de la Casa Blanca y el bueno de Bolt exhibe feliz sus zapatillas doradas ante las cámaras de todo el planeta. Han cambiado mucho las cosas, para bien. Para muy bien. Pero es bueno recordar que hace cuarenta años unos cuantos deportistas se lo jugaron todo por su gente. No aprovecharon el enorme eco que ya entonces tenía el deporte, gracias a la televisión, para hacerse ricos, sino para enviar un grito de protesta a la conciencia de todo el planeta. Ellos salieron perdiendo, pero la Humanidad salió ganando. Merecen nuestro mejor reconocimiento».

Escribirlo

Quiero creer que lo que distingue a los escritores (o quienes aspiran a serlo) del resto son cosas como estas. Sucede una catástrofe, un acontecimiento extraordinario, gravísimo. La mayoría se agarra a lo manido: el desgarro, el llanto, la anécdota cruel, la casualidad morbosa. Surgen héroes, brotan historias, ves en cuatro telediarios distintos a los mismos personajes enfrentados sin haberlo deseado al ojo público, exhibidos impúdicamente como el corolario de la tragedia. Hay imágenes potentes, historias que sin duda enriquecen. Es la vida. Pero eso aún no es literatura.

Literatura no es ni siquiera cuando un autor (consagrado, las más veces) se sube a la ola del desastre vampirizando el sentimiento colectivo de desconcierto para parir una novela. Literatura es cuando alguien coge un lápiz porque sabe que no le queda más remedio. Y escribe porque no puede hacer otra cosa. Y va dejando atrás un párrafo, y luego otro, como quien despedaza una cebolla y se va sacudiendo los fantasmas de encima, uno a uno, mirándoles de frente. Hoy, ayer, anteayer, habrá alguien sentado en su escritorio, o en el banco de un parque con la libreta sobre las rodillas, ajeno a todo, escribiendo, ayudándose y, de paso, ayudándonos a todos, a deglutir la tragedia, a vivir con ello, a enseñarnos que todo lo que ocurre, dentro de nosotros y a nuestro alrededor, construye lo que somos.

18 de agosto de 2008

14 de agosto de 2008

Los recuerdos manufacturados (Apuntes de viaje I)

Ostalgie, lo llaman, cruzando las palabras nostalgia y este. Así definen los berlineses, uno intuye que de cara a la galería, un sentimiento de morriña por los tiempos pretéritos. Lo que aquí representan los neofalangistas que acuden cada 20 de noviembre al Valle de los Caídos a honrar al Caudillo, en una extravagancia con olor a naftalina, allí es toda una moda que tanto oriundos como visitantes cultivan con fascinación.

En cada tienda para turistas encuentras a la venta diminutos cachitos de muro, que supongo falsos, expuestos en un plástico transparente. No pude desprenderme de aquel rastro de pudor para hacerme con uno. Aunque al final, encontramos una solución intermedia. Cogimos prestado un adoquín de las muchas obras que brotan por este Berlín en reconstrucción eterna. Tengo prometido que lo pintaré simulando los graffitis que poblaron cada centímetro de la valla de hormigón que dividió familias, amistades o amores durante décadas. La gente se dedicó durante todo ese tiempo a convertir ese inmenso lienzo gris a la intemperie en un canto al colorido de la libertad. Hoy, como la archifamosa foto del Ché que tomó Alberto Díaz, Korda; el muro, y con él las chapas y las gorras soviéticas, o el CheckPoint Charlie berlineses, han pasado a convertirse en souvenires cada día más ordinarios.

Así se va desdibujando la idea original de lo que es un viaje. Se difumina el rastreo de lo acontecido en el sitio que visitamos. Ahora la búsqueda no persigue conocer qué ocurrió y por qué fue así, quiénes fueron los hombres que hollaron ese suelo con sus huellas y qué les llevó a hacer lo que hicieron. Ya no es turismo. Es safari en busca de un trofeo que colgar en el salón de casa.

8 de agosto de 2008

Lo que diría K.

Abrí estas notas portátiles hace ya casi cuatro años. Su título, huelga repetirlo, alude a un libro magnífico del que ya ha pasado a convertirse en una leyenda del periodismo. Estos días, entre convulsos y atolondrados, me pregunto qué escribiría K acerca de estos tres asuntos:

1) Mauritania.

2) Georgia

3) China

7 de agosto de 2008

Inmortales

Fabulé durante un tiempo con hacer una tesis sobre RB. Nunca me puse a ello; ni siquiera sondeé aquella posibilidad. Me apabullaba la inmersión en esa obra cuajada de recovecos, de agentes dobles que pululan de libro en libro, de puertas falsas y de salidas de emergencia que dan al desierto de Sonora, a lo inabarcable. Pero ahí estaba ese minúsculo empeño romántico de explicar y explicarme lo que RB, semidesconocido por aquél entonces, significaba para la literatura.

Convencido de que en pocos años sería considerado un clásico, 2003 era aún un buen momento para explorar ese territorio inhóspito y burlón que es la literatura del chileno. Hoy retomo, si no aquél empeño, sí al menos una curiosidad renovada por saber qué se escribe sobre él y lo que implicó e implicará su figura. Sólo a través de la red he recopilado cientos de páginas que van desde el detalle intimista a la disertación erudita, pasando por el elogio sentimental o la reseña pulcra y algo despistada. Mucha información. Sobreinformación. Gajes de este tiempo en el que cualquiera puede volcar en el ciberespacio sus ideas y sus conocimientos, por marcianos e inexactos que sean. Se mezclan en el mismo cubo las firmas autorizadas y las reflexiones del lector de andar por casa. Grano y paja.

Pero no es algo que me desagrade especialmente. Y quiero pensar que a RB le hubiera gustado ese jaleo en torno a él y a su escritura. No tanto las loas, el menudeo de alabanzas insólitas, la exageración en torno al malditismo y al aislamiento buscado de este escritor al que intuyo mucho más corriente de como lo pintan ahora. Imagino que se hubiera partido de risa con las leyendas de neveras clausuradas y manuscritos inconclusos, y que hubiera mirado con ternura cómo muchos de sus lectores expresan en sus bitácoras personales el modo en que sus historias les han ametrallado el corazón y bombardeado el cerebro. Aunque no le supongo preocupado por ese corpus crítico que va edificándose anárquicamente alrededor de su legado. Si siguiera vivo, seguro que no habría tantos párrafos dedicados a glosarle. Pero no creo que eso le inquietase demasiado. Lo más probable es que siguiera enfrascado en leer y en escribir con la angustia de no poder leer todo lo que merece la pena ser leído y de no poder escribir todo lo que tenía guardado dentro de sí.

Compraré más tarde o más temprano Bolaño salvaje. Encuadernaré todas las páginas descabaladas que he reunido en estos últimos días. Leeré todo eso. Subrayaré y tomaré notas y supongo que poco más. No conviene confundir el fervor lector y la curiosidad mitómana con el genuino interés académico. Al menos, no a priori. Puede que una cosa lleve a la otra, y dentro de un tiempo reemprenda el propósito original. Aunque para entonces habrá engordado aquél corpus crítico, las perspectivas se habrán reproducido, se desvelarán algunas incógnitas y, sobre todo, muchos lectores, en cada vez más rincones del planeta, se habrán acercado a sus páginas y descubrirán el "universo Bolaño". Será, cada día, más difícil, más inabarcable el estudio del impacto sobre las futuras generaciones de este tipo que tal vez soñó pero jamás creyó posible que sus cuadernos de letritas apretujadas y sus archivos conservados en aquél precario CPU alcanzarían tal repercusión.

Así, se me hace más presente que nunca esa mirada irónica sobre la inmortalidad literaria con la que se pertrechó frente a los halagos excesivos y que cristalizó en tantas historias suyas. La más representativa, Henri Simon Leprince (dentro del volumen "Llamadas telefónicas"), el relato de un escritor fracasado, honrado y perseverante, que funciona para RB como el recordatorio de que la gloria póstuma en la literatura es un anhelo indisoluble del escritor pero absolutamente vano, inservible. Como él dijo, "todos estamos condenados a la desaparición". Pero aún así, vale la pena intentarlo. De hecho, es lo único que vale la pena: el intento, no la meta.

5 de agosto de 2008

La nevera de Bolaño


«Los amigos de Roberto Bolaño cuentan que, cuando el autor de 2666 adquirió un estudio en Blanes (Girona) para escribir en soledad, encontró una nevera abandonada por los antiguos propietarios. Según la leyenda, el autor colocó el escritorio delante del frigorífico y nunca lo abrió, porque decía que sospechar su contenido le excitaba la imaginación. La crónica no aclara si inspeccionó su contenido antes de fallecer».


Tetas y tártaros

Silvio ha tapado una teta y ha sacado las tropas a la calle. No está nada mal. Es toda una declaración de intenciones. "Aquí no pasamos una". Ni pechos desnudos en nuestros salones ni maleantes en nuestras plazas. Sólo pudorosos velos que oculten y machotes soldados que intimiden. Dos medidas que evidencian el encastillamiento del personaje, y la enajenación de un pueblo que se entrega a sus esquizofrénicas medidas como en una especie de aquelarre puritano.

No se entiende. No hay explicación posible para la política de frenopático de los italianos en los últimos, digamos, sesenta años. La única tesis salvable es que viven al margen de sus gobernantes, ajenos a la "cosa pública", como si hubieran interiorizado que las acciones y las decisiones de los mandamases no son cosa suya más allá de las esporádicas citas con las urnas.

Leo poco, pero leo. Por ejemplo, ahora, El desierto de los tártaros. Dino Buzzati, italiano, escribió la historia del suboficial Giovanni Drogo, destinado a la inhóspita fortaleza Bastiani y atrapado poco a poco por la inercia de las costumbres, el yugo de la jerarquía y la frustracción de las expectativas. Un clásico del siglo XX que relata también la obsesión, presente hoy en ese gesto gubernamental de ordenar a 3.000 reclutas a patrullar las ciudades, por la seguridad por encima de la libertad. En la fortaleza Bastiani no se recuerda actividad bélica alguna, y, sin embargo, todos temen la amenaza difusa de los tártaros, supuestamente agazapados tras las nieblas del ancho desierto que circunda el bastión. Hoy, para Silvio y su gobierno (y debo entender que también para el pueblo que les votó), la amenaza no son los tártaros, sino los carteristas, tal vez rumanos, tal vez albaneses. Ah, y los pechos. Esos sí que son peligrosos.