30 de julio de 2008

Viejo cine de acción y vaqueros sin (demasiados) tiros

Un breve apunte cinéfilo. No country for old men es una película extraordinaria, una de esas que merece la fama que la adorna. Por varias razones. A saber:

- Bardem, claro. Cómo una conversación aparentemente vacía puede lograr helarte la sangre. Las charlas de ese psicópata frío con el dependiente de la gasolinera, con la novia del vaquero que se larga con su pasta, o con la jefa de éste cuando va en su búsqueda. Ese caminar ajeno a la furia. Ese matar descalzo. Genial.

- No hay música. No es un argumento menor. Hace tiempo detestaba las películas sin banda sonora. Aprendimos de niños (que es cuando uno aprende a amar las cosas que ama: la lectura, el campo, el fútbol, las películas) que el cine es palabra, imagen y una música que todo lo bordea, que acentúa cada escena. Nos engañaron. Nos timaron. No importa que no haya un piano sobre ese hostil desierto de No country for old men. No echamos en falta un violín histérico que soliviante la persecución del asesino sobre el ladrón.

- Tommy Lee Jones. Ejemplo de cómo se malogra un talento verdadero por pereza y dinero. Estábamos acostumbrados a ver a este actor magnífico embutido en trajes negros, en papeles chorras dentro de películas absurdas. Pero un buen día debío cruzársele algún cable y se dijo: "Basta de idioteces. Voy a hacer el cine que a mí me gustaría hacer y no el que le gusta a mis sobrinos". Y empezó dirigiendo y protagonizando esa estupenda cinta sobre amistad y lealtad que es Los tres entierros de Melquíades Estrada. Luego se vistió de padre derrotado por el dolor y la culpa para bordar su personaje en (palabras mayores) En el Valle de Elah. La película de los Coen no hace más que subrayar la capacidad de este actor para encarnar a tipos duros a los que se les va rajando la carcasa a medida que todo se derrumba a su alrededor. Magnífico.

- Esos planos que otros directores (y, por supuesto, otros productores) deshecharían porque aportan poco a la trama pero son como pinceladas que le dan cuerpo a las secuencias. Sin previo aviso, la cámara se desvía de la acción principal y se dirige hacia algún objeto, un reflejo en el televisor, un pomo, un revólver...

29 de julio de 2008

Bomberos en mitad del humo



Confieso estar un poco preocupado. Cada vez leo menos. En mi descargo diré que este segundo abordaje a Las benévolas en el que estoy inmerso ha laminado mis ganas. Entre eso y que cada vez uso menos el transporte público voy robándole tiempo a la lectura. Así que vaya por delante el propósito de enmienda.


En cambio, entre unas cosas y otras aprovecho para ver series de televisión. Muchas. Ocurre algo raro: cada vez me gustan más, y empiezo a sospechar que ya he perdido la capacidad de distinguir las buenas de las malas. Pero qué importa. Todo en la cultura es cuestión del provecho que uno sepa sacarle. No hay libro completo sin lector, y por el mismo motivo no hay una serie sin su espectador. Leer en la playa una novelita de espías a veces te es más útil que Nietzsche o San Agustín. Cuestión de digestiones.


¿Conoces, lector improbable, ese hábito fetichista de ojear una y mil veces el inicio de un libro que has comprado pero que aún no has empezado a leer? Una fingida disciplina lectora me impide en muchos casos empezar esos libros recién adquiridos hasta que no llegue su turno, hasta que no finalice la lectura en curso. Entretanto, me consuelo releyendo esos comienzos. Algo así me empieza a ocurrir con las series. Fue lo que me pasó con Rescue Me. Ví a ese bombero rubio dar la típica arenga castrense de oficial curtido y escéptico al típico grupo de novatos. Todo típico. Todo tópico. Se me quitaron las ganas de verla. Hasta que la semana pasada crucé el rubicón de esos primeros y mal escogidos minutos. Tras esa charla arquetípica, el oficial Tommy Gavin (Denis Leary), sube a su coche. Antes de arrancar se le aparece el fantasma de su primo Jimmy Keefe, un bombero fallecido en el 11-S, que acompaña a Tommy allá por donde va, dándole consejos y recordándole la eterna deuda que tiene con él. Es un argumento bastante idiota, ya lo sé. Pero es efectivo. Los fantasmas de Tommy (ya que no sólo se le aparece su primo, sino también otras víctimas del fuego) funcionan como un contrapeso perfecto de toda la apariencia de masculinidad y entereza que rodea a este bombero y a sus compañeros de parque, que transportan, cada cual a su modo, el dolor solapado que padecen desde los ataques terroristas sobre las Torres Gemelas. Uno escribe unos poemas tremendos y malísimos. Otro se deja medio sueldo en las apuestas. Tommy, mientras, destroza su matrimonio, se da a la bebida, trata de cuidar de su padre (muy original ese recurso de subtitular las conversaciones telefónicas padre-hijo: en los subtitulos aparece lo que realmente se están diciendo el uno al otro en mitad de esas charlas intrascendentes), tiene un affaire con la viuda de su primo o acoge en su casa sin demasiado éxito a un perro feo, a su viejo y gordo tío, a un negro enano que apuesta a los caballos... En fin, un delirio, un desastre total, una charada surrealista con un arañazo de amargura que nos cuenta que no hay una vía ideal para superar los traumas que nos acechan, que cada cual los digiere como puede: apoyándote en el hombro de gente extraña, refugiándote en aquél vicio escondido, en la cháchara inane y escatológica con los colegas.


Qué se yo. Puede que Rescue Me sea tan mala como este comentario apresurado que la glosa. Y seguro que algún hipócrita o algún craneo estrecho verá esta serie como un catálogo de tópicos machistas. Yo veo todo lo contrario. Veo, a pesar de algún que otro guiño facilón, un relato de la amistad y de la depresión, del miedo, la rabia y la frustración. También, a veces, de la esperanza.

24 de julio de 2008

El ciclismo



Nunca he sabido explicar a quien me pidió argumentos mi afición por el ciclismo. En España serpentea de toda la vida la muletilla de que las mejores siestas las genera el runrún del televisor emitiendo, en sordina, una etapa de la Grande Boucle.

No lo niego: hay algo de morboso regocijo en el contraste entre el esfuerzo sobrehumano de los ciclistas pedaleando por esas carreteras empinadas y tú, recostado en el sofá con el ventilador a toda mecha y dejándote vencer por la modorra. Confieso que me he dormido muchas veces en esas sobremesas del Tour, la Vuelta o el Giro. Pero declaro con un deje de orgullo que también he desestimado muchas siestas sabrosas de adolescencia disfrutando con los demarrajes de Chiapucci, con la superioridad inmensa de Induráin, con Jalabert, Rominger, Bugno, Olano. E incluso con Virenque; que siempre hace falta un villano.

Luego, después del 98, este deporte que siempre simbolizó como ningún otro lo heroico, entró en barrena. La mentira, la trampa y la droga se instalaron en su seno y aprendimos, a nuestro pesar, a ser escépticos. A arquear la ceja tras cada triunfo, tras cada exhibición porque la sombra del dopaje se extendió sobre todos los que se imponían.

Dos casos dolieron de manera especial: Marco Pantani y Chaba Jiménez. Dos escaladores geniales, todo corazón, pero emocionalmente quebradizos. Tanto, que acabaron pagando con su propia vida esa tendencia al lado oscuro. Cabe decir que al Chaba nunca se le vinculó directamente al dopaje, mientras que el italiano fue descalificado del Giro del 99 por EPO (aunque no se llegó a confirmar) y murió por una sobredosis de cocaina. Pero el declive de estas dos estrellas fugaces terminó de hundir al ciclismo. También mi apego por este deporte se marchitó. Ni la rotunda superioridad de Armstrong en los últimos años, con Beloki casi siempre a rueda, ni la victoria de Pereiro en 2006 tras el positivo de Floyd Landis que el Tour le entregó a regañadientes lograron engancharme de nuevo.

El año pasado, Contador volvió a ilusionarme, aunque su triunfo también estuviera manchado por la expulsión de Rasmussen. Justo cuando parecía que regresaba el gran ciclismo, los franceses le negaron la participación en la ronda al Astaná, el equipo del campeón vigente. Con Contador en casa, he deshechado de nuevo pegarme a la tele este mes de julio. Ayer me perdí la etapa reina. Y menuda etapa. Carlos Sastre, un Poulidor abulense, vecino de El Barraco, cuñado del Chaba, veterano y perseverante, dio una lección. Se marchó en Alpe d'Huez del grupo de los fuertes, venció en la mítica cumbre y se vistió de amarillo cuando nadie lo esperaba. Demostró que un tipo de 33 años también puede conservar fuerzas y ambición, y sumar a esas dos cualidades las virtudes que da la experiencia. Supo atacar en el momento preciso. Y lo más importante: levantó la moral de un deporte sobre el que vuelve a planear la sospecha. El sábado haré lo posible por sentarme a ver, sacrificando la siesta, cómo defiende el maillot amarillo en la contrarreloj definitiva. Gane o pierda, será un grande. Pero el ciclismo le debe una.
PD: Actualización a 28 de julio: Y ganó. Enhorabuena.

23 de julio de 2008

Ver al Jefe

¿Qué convierte a un mito en lo que es? ¿Su actitud, sus palabras, sus silencios? ¿O somos nosotros, mortales, quienes elevamos a los altares a alguien que seguramente nunca pretendió llegar tan alto?


Desde el tercer anfiteatro del Bernabéu, el sonido llegaba muy distorsionado y El Jefe era una mancha imprecisa que no paraba de moverse de un lado al otro. La cosa estaba así, del revés: el Dios abajo, en el fondo de ese pozo inmenso que es ese estadio, y, nosotros, los adoradores, sentados en la platea que roza el cielo sucio de esta ciudad.


Y a pesar de todo, qué fácil fue dejarse embaucar. Qué sencillo rendirse a la evidencia, hacer el paseillo, ofrendar nuestras cuerdas vocales, nuestro espíritu, nuestro antebrazo con el vello de punta.


Fue mi primera vez. No pude parar de preguntarme si habría una segunda o si estas cosas es mejor dejarlas así, tendidas en la pasarela de los recuerdos que no han de repetirse.


Rock. Simple, arrollador, desbocado, sincero. Para qué más. Para qué los guiños manidos, los montajes visuales, la tramoya de otras veces. Si en presencia de El Jefe más vale dejarse llevar por esa fuerza que se mete en el bolsillo a sesenta mil bobos como yo.


Primero desata la furia. Luego, a su orden, todos callan. Todos, no sólo la E Street. Cada uno de nosotros. Él impone el paso lento, el falsete, la cadencia desgarrada. Hasta que se le antoja un cambio de tercio: levanta el brazo, la guitarra, y retorna el vendaval. Sólo los dioses manejan el clima.

22 de julio de 2008

The end



Levanto acta: el veraneo también me ha servido para dar carpetazo a la última temporada de Los Soprano. Por fin. Como todo lo bueno, anhelas que no acabe nunca, pero eres consciente de que lo interminable acaba siendo aburrido, convencional. Lo especial siempre es finito. Y las andanzas de Tony y su saga tocan a su fin en una temporada, la sexta, tal vez cargada en exceso de acontecimientos. Si algo da cuerpo a una ficción es su verosimilitud, su capacidad para que ocurran cosas, sin que parezca que ocurran demasiadas. Es una virtud indudable de esta serie, en la que los pasajes más memorables, son, para mi gusto, aquellos valles en los que la trama reposa, y no hay disparos, ni vajilla rota, ni sangre coagulada. Sin ir más lejos, en ese maravilloso recurso narrativo que es Tony frente a su terapeuta, sacudiéndose los demonios de una vida consagrada a la visceralidad, al rencor, la furia y la pena. Planos largos, pausados; silencios en los que la doctora, echando mano del recurso célebre del Loco de la Colina, calla para obligar al interlocutor a barbotar sin freno.


Ese silencio, decía, contrasta con la cantidad de cosas que ocurren en esta última temporada, pensada para finiquitar la trama e ir cerrando historias. No desvelaré, lector improbable, el contenido de esas historias. Si eres de los afortunados que siguen o han seguido esta obra maestra, sabrás que es mejor invitar al no iniciado a embarcarse en el yate de Tony y acompañarle a él y su(s) familia(s) en ese recorrido vital en el que no sabes si son pobres diablos o sinvergüenzas, si sufren o simulan hacerlo por supervivencia. Todos, en realidad, somos así más tarde o más temprano, con mayor o menor frecuencia.

He repasado la polémica generada por el capítulo final. A Boyero, por ejemplo, tampoco le gustó nada. Lo lamento. A mí me vuelve loco. En un acelerón kamikaze y definitivo, los guionistas plantearon una última decena de episodios con la que ir dando respuestas a un montón de interrogantes producidos por los setenta y tantos capítulos precedentes. Comprendo el disgusto de tantos que esperaban otra cosa. Un desenlace. Muchos amantes del cine clásico abanderaron las alabanzas a Los Soprano desde su inicio, porque la producción de David Chase y su séquito de cojonudos guionistas destilaba un soplo del gran cine de ayer y de siempre. Intuyo que su decepción con la conclusión de la saga proviene de ese gusto por las convenciones clásicas. Por los Hitchcock, Wilder, Scorsese, Coppola y compañía. El guiño vanguardista del último episodio les deja fríos, huérfanos de un desenlace de rompe y rasga al estilo de El Padrino III. No lo comparto. Cada serie tiene su colofón adecuado. En A dos metros bajo tierra, por ejemplo, esos últimos seis minutos te volcaban todas las respuestas. El remate de Los Soprano es un gigantesco interrogante vestido de cotidianidad. Una delicia abrupta e irónica. Un final sin The End.



21 de julio de 2008

Cuarenta grados

¿Qué es lo mejor del verano? El viaje, no hay duda. No sólo porque viajando esquivas el sofoco mesetario, aunque sea de manera transitoria. A uno le gustaría poder decidir cúando viajar, pero las convenciones obligan más de lo que parece y en este país todo cierra por vacaciones cuando el sol aprieta. Así que puestos a buscarle un punto bueno a esta estación en la que no hay quien salga a la calle entre las diez de la mañana y las ocho de la tarde, lo mejor es que no estás. Sí: huyes de aquí y coges aire en otros lugares, te empapas de las costumbres de otros; descubres que no somos tan distintos a pesar de los kilómetros, los grados, las pecas o las cuentas bancarias que nos separan.

Lo malo es que el verano trae de la mano un acompañante dañino, la pereza, que lo emborracha todo y hace que no termines de digerir lo experimentado. Mientras vives, ¿escribes? O, antes bien, ¿la escritura no acaba siendo un sustitutivo de la vida, un paréntesis, algo incompatible con la propia experiencia? Pensé, durante largo tiempo, que las propias vivencias incentivan la escritura; y algo más: no se culminan una sin la otra, no hay vivencia sin reflexión que le ponga broche. Ahora, sin embargo, empiezo a dudar sobre ello. Cada vez me cuesta más plantarme en la mesa y explicarme despacio, midiendo la frase, lo que me ha ocurrido. Me consuelo pensando que igual es por el calor de agosto, que ya ha llegado, sin avisar, a mi escritorio.