20 de mayo de 2008

Dejar ciego al periodismo nos deja ciegos a todos

15 de Mayo de 2008 (Por Fernando Berlín, en Radiocable)

-Mamá, tengo que estar aquí porque necesito decirle a la gente lo que pasa y lo que ocurre, porque mamá, van a entrar a saco…
José Couso, antes de morir en Irak.



Esta es una profesión muy noble, la mayor parte de las veces, cuando son nobles quienes la ejercen. En Israel, Cuba, Ruanda, Afganistan, Irak, Venezuela, el Pais Vasco o Birmania, los periodistas no pueden trabajar con libertad porque hay quien sabe que taparle los ojos al periodismo es tapárselos a la justicia, tapárselos a los que no tienen voz; Saben que callar un periódico, intimidar a un blogger, cegar una televisión o amordazar a un corresponsal es herir lo que nos hace libres.
José Couso murió a manos de militares norteamericanos y no fue la única víctima. En apenas hora y media, los militares atacaron las tres sedes periodísticas situadas en la ciudad: Aljazeera tv, AbuDhabi tv, y el Palestina. Su cámara grabó el criminal disparo. Lo grabó a él, pero pudo haber retratado cualquier otro crimen, de tantos que padece Irak.
España ha estado, varias veces, cerca de convertirse en referente mundial contra la impunidad pero siempre lo ha impedido una mano invisible, aunque oscura, una sensación no jurídica que insinúa su presencia y da calidez a los asesinos.
La mirada pequeña de la fiscalía nos aleja del camino iniciado y sus efectos tienen consecuencias atroces: hieren a la familia Couso, que solo pide justicia, pero dejan ciego al periodismo y nos deja un poco ciegos a todos.

19 de mayo de 2008

Sangre a borbotones


«¿Y por qué no? ¿No es esa la grandeza del amor? Que se quisieran Romeo y Julieta, ambos jóvenes y hermosos, ¿qué tiene de particular? El vértigo, el misterio, lo único grandioso del amor es que también nos queramos unos a otros los feos, los gordos, los malos, los débiles, los infelices y los más egoístas. La cajera con varices y el administrativo calvo. El albañil de la papada y la dependienta de las verrugas. Los dos parapléjicos que se conocen en la sala de rehabilitación. Nosotros mismos, tal como somos. O Suzie-Kay y Dix, contra toda esperanza y al margen del sentido común. ¿Cómo es posible? No me lo explico pero sucede. Y cuando sucede, la realidad se vuelve acogedora, cóncava, casi a nuestra medida, como un par de zapatos por fin de nuestro número: no digo más».


Baste ese extracto para dar cuenta del nervio y la clarividencia de un texto deliberadamente menor pero al tiempo valiente, honrado y sin complejos. Es Sangre a borbotones, que he leído hace unos días. Es la escritura libérrima de Rafael Reig, escritor con trazas de bohemio castizo y demodé, bizarro pero sutil, sucio pero tierno, que descubrí por vez primera en el primer número de Público. El nuevo diario incluyó en ese primer ejemplar un cuadernillo presentando en sociedad a su plantilla. Allí estaba, rodeado por las fotos de una plantilla joven y fresca un cuarentón con entradas y despeinado, con bigotón y traje (sin corbata) gris. Era como que no pegaba ese aire en un medio que se las dio desde su arranque de moderno. Hoy, mientras leo sus “Cartas con respuesta”, sigo sin explicarme cómo carajo quedan aún jefes de periódicos que se atreven a tener anarquistas que van por libre, ajenos a la línea de su cabecera en tantos temas. Igual hay una rendija de esperanza todavía.

El caso es que comencé a leerle intrigado y he ido después siguiendo esas respuestas suyas a las cartas de los lectores. Me le imagino revisando el correo electrónico con las gafas en la punta de la nariz hasta descubrir la carta más airada, más sesuda, para deglutirla y responderla en el diario de mañana echando mano, a partes iguales, de la ternura, la mala leche, la erudición y la iconoclasia. Uno se medio engancha a cosas como esas, y a veces compras el periódico sólo para reencontrarte con un par de párrafos como los que he transcrito arriba, aunque a veces no estés de acuerdo con el firmante.


Lo de los libros es otra cosa: cuando compras uno lo haces con todas las consecuencias; por el todo, y no por la parte. Porque te llama un autor leído o ignorado, pero también te alienta ese contenido que intuyes tras la tapa y a renglón seguido de esas primeras líneas que siempre, siempre, lees antes de comprar.


En Sangre a borbotones se hace complejo disociar la imagen que uno se ha formado de su autor del texto que lo acompaña. No perderemos el tiempo glosando el argumento, porque es tan delirante que acaso tú, lector improbable, pierdas interés por una obra que a priori parece no tener ni pies ni cabeza. Tal vez sea así y ocurre que estoy perdiendo olfato literario; o que nunca lo tuve. Pero creo que no me equivoco. Lo de arriba es un botón de muestra. Este libro cercano al folletín esconde muchas pequeñas joyas como esa y es, ante todo, un alegato de la imaginación lectora como redención: no digo más.


14 de mayo de 2008

The Savages

Conocemos de sobra aquella célebre frase con la que Tolstoi arrancó Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una su manera”. Por eso Tolstoi es Tolstoi y Pérez Reverte no lo es. Porque en una frase, la primera, carajo, supo condensar lo que explicó más adelante, a lo largo de mil y pico páginas de epopeya a la rusa. Qué razón tenía este ruso que dicen que tiranizaba a su mujer y escupía por el colmillo. Las familias tristes son, como sabían en el XIX más allá de los Urales y qué duda nos cabe ya a estas alturas, un territorio mil veces más fértil para la comedia, la duda, la envidia, el desencuentro y la poesía. Luego irrumpió el psicoanálisis y quisieron encajonar la desdicha, con lo productiva que es. Menos mal que Woody Allen le dio varias vueltas a la tuerca para volver a poner todo en su sitio. O desordenarlo todo, que viene a ser lo mismo.

Que me lío. Digo que he visto hace poco en un cine minúsculo en las catacumbas la Plaza de los Cubos The Savages, una película fantasma de la cartelera en esta primavera. Esta cinta yanqui arranca con una escena magnífica en la que un viejo muy a lo Tolstoi se venga del enfermero de su novia inválida embadurnando con su propia mierda las paredes del cuarto de baño de la casita de retiro en la que viven, enclavada en una ciudad de Arizona de esas que parecen de cartón piedra y en la que lo más probable es que sólo habiten jubilados en pantalón corto y visera.

Al viejo le diagnostican una variante de demencia senil, y el cruel destino quiere que al tiempo su novia octogenaria muera. La familia de la difunta desprecia al viejo, al que nunca tragaron de veras. Le expropian la casa de cartón de la ciudad fantasma. El viejo queda en la calle, viudo de corazón y con la incipiente senilidad acechando. Y esa concatenación de desgracias reúne en improvisado gabinete de crisis a sus dos hijos. El varón es un filósofo que da clases de teoría teatral y que lleva años enfrascado en la escritura de la obra definitiva sobre Beckett. También está a punto de despedirse de su novia polaca a la que le expira el visado y habrá de regresar a la fría Varsovia. Su hermana no corre mejor suerte. Lo que la cámara nos enseña es a ella en un trabajo temporal de oficina en el que siente constreñidas sus aspiraciones literarias (escribe obras teatrales). Lo siguiente que nos muestra la cámara es su estrecho y solitario piso neoyorquino y el amante cincuentón y calvo que la visita para pegársela a su mujer con la excusa de que está sacando a su perra. La perra, por cierto, mira con lástima cómo follan estos dos humanos que no se entienden entre sí.

Ya se ve: es una historia tan triste que sólo la adversidad de ese padre en declive físico y mental logrará redimir a esta gente extraviada, oprimida por su mala suerte y su miedo a enfrentarse a lo que siente. A esos hermanos que descubren, con los reveses de la vida y el paso de los años, que ser hermanos no es una obligación que haya que solventar con oficio, sino algo que nos empuja sin saber muy bien cómo a querer y comprometerse con alguien con quien casi nunca se comparten ni proyectos vitales ni siquiera gustos musicales.

Y el humor, claro. Si el humor no existiese habría que inventarlo. Es lo que no puedes parar de pensar al ver esta película de la que de otro modo, si no fuera por el humor, saldrías derrotado, con los brazos caídos. Y sin embargo, emerges de ese cine subterráneo de la Plaza de los Cubos de Madrid con la rara sensación de que si lo piensas bien casi nada es raro. Utilizamos el destino como un balón de oxígeno para no suicidarnos, pero lo cierto es que lo imponderable nunca es del todo la única excusa. También está la manera en que cada uno afrontamos lo que nos toca. Nunca dejamos de aprender a vivir. De eso nos habla esta película minúscula, que por añadidura cuenta con un reparto en estado de gracia, con tres actores de esos que rara vez figuran con letras de neón, pero que caminan siempre en el notable alto en sus papeles. Philip Seymour Hoffman, Laura Linney y Philip Bosco bordan cada uno su rol, con interpretaciones sostenidas, sin exageraciones ni estridencias. Tan lejos de la desmesura, tan desnudos y desvalidos como tú y yo y cualquiera ante la vida que pasa y hiere y enseña.



12 de mayo de 2008

Prejuicio


Una duda: ¿por qué cuando vemos discutir a una madre y su hijo pequeño desconocidos ignorando el asunto de su disputa tendemos irremediablemente a creer que es la madre quien tiene la razón?

7 de mayo de 2008

Internet, un reducto


De nuevo enlazo con un comentario de Diarios de fútbol. Hoy Dadan Narval, culé confeso, arroja una crítica descorazonada hacia la prensa deportiva de este país.Ya no se trata del paupérrimo nivel cultural o periodístico exhibido por bastantes de quienes juntan letras en estos diarios. Tampoco es la zafiedad o la chabacanería que menudea en esas cabeceras. Ni siquiera hay que lamentarse en esta ocasión por la cada vez más frecuente tendencia a elevar las especulaciones o los meros rumores (cuando no imaginaciones puras y duras) a la categoría de noticias. Hay algo más profundo, tal vez latente, que nos duele a quienes, como a los autores de Diarios de fútbol a estas alturas aún confiamos en la posibilidad de un periodismo deportivo digno.




Es la hipocresía de estos periódicos que apelan, cuando les conviene, a la deportividad, la honestidad y la tolerancia como los valores prioritarios de las competiciones deportivas que glosan y del modo en que informan u opinan de ellas. Estos días, el tema que predomina es el pasillo que habrá de tributarle, tradición manda, un Barcelona herido a un Madrid triunfante. Y a cuenta de ese gesto, que debería ser un orgullo para quien lo da más que para quien lo recibe, por todo lo que tiene de cortesía y reconocimiento de la victoria en buena lid, los diarios deportivos de la capital y de la Ciudad Condal se han enredado en un chusquero cruce de acusaciones. Basta ojear la primera de Marca de hoy (que preside esta nota). O el artículo de un escritor que se llama Josep Maria Fonalleras (en Sport), un tipo que debe haber cultivado fama en Cataluña, cosa que no le niego por pura ignorancia, pero que firma unas líneas sedientas de venganza y repletas de bilis (con un corolario lamentable: el supuesto vestigio franquista del madridismo).




Es sólo un esbozo. El jaleo del pasillo de honor, manejado como excusa para descargar munición sobre el adversario y alimentar un rencor idiota, no es más que el último jalón de un largo camino de tradición en un género, el periodismo deportivo, con tendencias suizidas. Es una pena. Escribir sobre deporte podría ser el más digno de los oficios. Mejor que dedicarse a la cultura, o a la crónica de viajes. Pero los profesionales del género, la gran mayoría en todo caso, se empeñan en despreciar su propio oficio, en viciarlo y convertirlo en detritus.



Salvo honrosas excepciones. Muchas de ellas, cada vez más, refugiadas en Internet, el último reducto de los que creen, con fe testaruda, que otro periodismo deportivo es posible.