29 de abril de 2008

La sombra del retrato




Por fortuna, dedico bastante más tiempo a la lectura que el que pierdo actualizando este blog. Por eso ocurre que, aunque me impuse la obligación de ir cambiando en la columna de la derecha la imagen de la portada al tiempo que un nuevo libro relevaba al anterior en mi mesilla y en mi mochila, a menudo leo un libro en pocos días y ni siquiera me da tiempo a incluirlo. Es lo que pasa ahora. Leí el estupendo librito de andanzas de José María Conget relatando su estancia parisina sin conocer el París que todos imaginamos en Pont d l´Alma. Y tras haberlo leído en un par de días, olvidé retirarlo de esa columna de situación lectora. Bueno, lo olvidé, y cuando quise cambiarlo me dí cuenta de que no existía en la web ni una sola imagen de esa portada. Con la imposibilidad de escanearla, me conformaré con tratar de subsanar el agravio hablando hoy un poco de esa novela: La sombra del retrato.


Y de su autora. Irina Ratushinskaya. Soviética. Poetisa de origen polaco. La historia de tantos. Encarcelada por tener ideas propias y por atreverse a expresarlas le pese a quien le pese. La sombra del retrato parte de una anécdota detectivesca (la muerte accidental de un escritor crítico con el régimen comunista que fina dejando tras de sí un escondido manuscrito antisoviético) para esparcirse y regodearse en las historias de los personajes que, por acción, omisión o puro azar, se ven envueltos en esa trama que es una mezcla entre un sainete de Mihura y una de espías del frío de Le Carré. Eso, a priori. Porque esta novela es un pulso al mostacho de Stalin. A la impertérrita seriedad que ese mostacho impuso durante décadas, con la complicidad de tanto intelectual occidental atolondrado, a millones de personas. A la doble moral y la hipocresía que por fuerza se enquista en una sociedad en la que todos sospechan de todos porque todos tienen cosas que ocultar. A un ideal podrido y travestido con el paso de los años en un laberinto de identidades borrosas, de lealtades subastadas al mejor postor, de miedo y miedo y miedo tras todas las esquinas.
Sólo gente como la Ratushinskaya mantuvo, y lo hace hoy frente a situaciones similares, la suficiente entereza para mirar al miedo a los ojos y responderle como más le duele: con la ironía. La ironía derriba fronteras, derroca gobiernos y abre las ventanas de par en par, ventilando toda la mierda que carcome a los hombres y los hace temerosos y ladinos.
Compré La sombra del retrato en los saldos de La Casa del Libro. Hace dos años exactos. Nunca me arrepiento de no leer los libros que compro inmediatamente después de adquirirlos. Opino que cada libro tiene su momento de encuentro con su lector. Llego a casa y los dejo en la estantería o en la mesilla. Los hojeo de vez en cuando o los abandono por tiempo indefinido hasta que llega su oportunidad de redención (leí algo parecido a Gabriel Ramírez y supongo que le pasará a mucha gente). Y cuando esa redención se da el momento es feliz y pleno y aunque sabes y quieres que esa trama se desenvuelva deseas que ese momento no toque a su fin nunca. Probablemente La sombra del retrato no sea un gran libro. Seguro que Irina Ratushinskaya no es la mejor escritora de su generación. ¿Y qué importa eso?

28 de abril de 2008

Lo que hace un hombre



«Lo que hace un hombre, lo puede hacer cualquier otro». Lamento no retener el nombre del autor de esta cita. Sé que lo leí en un artículo de Público. Y me pareció, entonces y ahora, un modo sencillo y certero de definir nuestra naturaleza.



Yo tiendo a enredarme con cualquier en discusiones bíblicas sobre los libros o las películas que hemos visto, porque a menudo no soy capaz de expresar con palabras qué es lo que falla (para mí) en este o en aquel personaje de esta novela o aquella cinta. En esos debates absurdos, no atino con el argumento que convenza a mi interlocutor de que el arte tiene que ser fiel a la naturaleza bipolar del ser humano. Para que un personaje sea creíble, opino que debe tener dobleces, aristas que nos susurren por qué se comporta cómo lo hace, para bien o para mal. No soporto a los malos malísimos de las novelas, y, por supuesto, no trago a los buenos buenísimos del cine. No se trata de recurrir (a pesar de la foto) al topicazo de Jekyll y Hyde, aunque por algo Stevenson sigue releyéndose con la misma pasión que hace dos siglos y pico. No es ficción, porque ocurre lo mismo con la vida real. Hoy, sin ir más lejos. Abres un diario y tienes que respirar hondo para acabar reconociendo que tú podrías ser, llegado el caso:



a) Rafa Nadal, para bien.


b) Josef Fritzl, para mal.


¿O no es así?

Pecios



Sánchez Ferlosio bautizó así, pecios, a los retales de pensamiento que anotaba cuando surgía y que no podían ser integrados en una obra mayor, más consistente. Si hablamos de consistencias, los pecios que voy a anotar ahora vienen a ser como los riachuelos que ya traté de definir, con poca fortuna, en una nota prehistórica de este mismo blog. Ahora que, lentamente, comienzo a recuperar el gusto por la escritura, lo único (y no es poco) que soy capaz de parir son estos pecios a la deriva. Estos dos los he presentado a concursos cibernéticos. Aquí. Y aquí. Ambos perdieron. O no ganaron, que viene a ser lo mismo. Les une un mismo germen, un aire de improvisación que le hace a uno tomar cierta distancia crítica con ellos. Les miras con desdén y te dices: "ya sé que son malísimos, pero los escribí sobre la marcha, en medio de un entorno hostil, sin pararme a pensarlos ni dos segundos, así que es normal que sean tan poca cosa". Luego, pasado el rato, les reconoces como legítimos hijos tuyos y a pesar de sus defectos, sus taras congénitas, les aprecias. Y los cuelgas aquí, que viene a ser como incluirles en tu libro de familia.



1)

Pensó en los libros, los muchos libros que había leído en toda su vida. Se dijo que, sin duda, por aburrida que hubiera sido, su vida valía más la pena que todos esos libros. “Primero, mi vida. Después, los libros, el amor, la comida, los amigos, la cerveza, los viajes y todo lo demás. Pero primero, la vida. La mía”. Apuró el café y siguió pensando en los libros, en sus finales y en sus comienzos y en que todo es circular pero todo acaba. Pensó en las incongruencias del mundo, que lo hacen girar siempre. Y es mejor así. Entró en la casa, cerró las puertas de la terraza y guardó el revolver en el cajón de la cómoda. Y abrió otro libro.



2) Los cuadros

No pude evitar quedarme con la vista fija en el recuadro blanquecino que quedó en la pared vacía después de que Lucía descolgase el marco. Estuve un par de minutos así, de pie, sin pensar en nada, mirando el reborde que el polvo había tallado con el paso del tiempo con la complicidad de los cuadros que Papá pintó cuando era joven e ingenuo. Cuando salí del lapso fui a la cocina. Lucía lloraba sobre la mesa, sin consuelo, por primera vez desde que murió Mamá. Sobre el suelo descansaban seis marcos con la espalda de estraza rasgada y el vientre vacío.