11 de marzo de 2008

Certidumbres




Quien use a diario el tren o el metro, quien coja cada mañana el mismo autobús o camine por la misma acera de una gran ciudad tal vez comparta esta impresión. O tal vez no, pero no me importa; prefiero creer que es así: te cruzas todos los días, uno tras otro, con la misma gente. Son desconocidos para tí, pero no tanto. Encontrarte con esas caras te hace ver, acaso de manera inconsciente, que nada se ha movido desde ayer: el mundo sigue en pie y esa certidumbre ingenua nos permite vivir sin marearnos a cada paso.



Hace cuatro años esos cimientos se quebraron bruscamente. Más que el propio día de la tragedia y el caos, conservaré en mi memoria las jornadas que le sucedieron. Veía el shock en los ojos de los demás. E intuía mi propio shock al buscar los ojos de toda aquella gente que no conocía pero a la que hasta aquella mañana aciaga de marzo consideraba parte de mi vida. Quiero creer que muchos hicimos lo mismo. De repente, varios días después de la tragedia tus ojos se cruzaban con los del tío ese con pendiente y barba de tres días. Supirabas aliviado al comprobar, entonces, que las bombas terribles no se lo llevaron por delante. ¿Y aquella vieja que hablaba por los codos, siempre a gritos, soliviantando tu modorra día sí y día también? Creías que la odiabas a muerte y lo cierto es que un silbido de paz se hizo contigo cuando volviste a oír ese parloteo chabacano en el de las siete y cuarenta.



Somos lo que nos rodea y en la tragedia esa verdad cristaliza y se hace más evidente que nunca. Aunque lo deseemos con todas nuestras fuerzas, no estamos solos y es en el otro en el que me reconozco. Aunque no sepa ni su nombre, ni su edad certera, ni sus gustos, esperanzas o decepciones. Aunque sus ojos sean mi única referencia.