14 de octubre de 2006

Tijeras

Carlos vivió siempre con la mosca detrás de la oreja. Así lo repetía Mama como quien reza la letanía diaria. Mascullaba: «este chico anda siempre con la mosca detrás de la oreja, como si cualquiera le fuese a dar una puñalá por detrás. Así no hay quien viva en paz». Yo opinaba lo mismo que Mama, aunque no acababa de descubrir dónde carajo veía mi madre a la mosca dichosa tras el cogote de mi hermano y sólo años después comprendí el significado de la frase. Pero, en cualquier caso, nunca me atreví a recriminarle a Carlos su cautela enfermiza, el meticuloso orden que gobernaba cada paso que daba por el mundo, alerta siempre ante cualquier peligro al acecho.
Íbamos en verano a la charca del soto. Mientras los demás nos sacudíamos el sofoco del camino en el agua tibia y nos propinábamos aguadillas, él se tostaba al sol, pertrechado bajo su gorra amarilla. Ensopado en sudor, se negaba a acompañarnos. «La digestión dura una hora y media. Vais listos si os creéis que me voy a mojar el culo antes de las tres y cuarto. A ver quién es el guapo que os saca del agua y os lleva al ambulatorio cuando os dé a alguno un jamacuco».

Contraviniendo la lógica de Papa, Carlos, primogénito, desestimó hacerse cargo de la empresa de materiales de la familia. No entraba en sus planes consagrar su vida adulta a un trajín diario con cargas y máquinas pesadas, ni visitas a obras rodeado de peones con mal vino, accidentes, descuidos, electrocuciones fortuitas, incendios incontrolados, llevar un camión con sobrecarga de lado a lado de la región.
Eligió, por el contrario, un trabajo de oficina, cuyo único riesgo visible es una lesión de columna por mala postura.

Una vez me contó cómo le recorría la espalda un escalofrío cada vez que Mama abandonaba las tijeras abiertas sobre la mesa camilla mientras remendaba pantalones. No le temía a la superstición mojigata, sino al riesgo cierto de que un objeto punzante como aquel permaneciese sin vigilancia durante los escasos segundos que Mama tardaba en volver a asirlo. Ella andaba cada dos por tres parcheando sus dedos de costurera con tiritas baratas, y Carlos le rogaba con insistencia que se hiciese con unas tijeras romas, sin la punta amenazante. «Cualquier día, Mama,» auguraba, «te rebanas un dedo con tanta filigrana y esas tijeras del demonio».

Ni que decir tiene que mi madre conservó sus diez dedos hasta que la muerte vino a llevársela. La mañana de agosto en que el cáncer la derrotó por fin, Carlos evitó mientras le fue posible entrar en el cuarto donde yacía inerte y flaca como nunca lo fue mientras estuvo sana.
Como para compensar, mi hermano se ocupó de todo lo demás: recibir y acomodar a familiares y vecinos, servir bebidas y preparar tentempiés, avisar al médico y a la funeraria, tramitar el seguro. Todo lo que hiciera falta para esquivar el encuentro con el cadáver.
A última hora, minutos antes de que vinieran a llevársela de la cama, pasó de mala gana a despedirse de ella, conminado por Papa y por el tío Jesús, que le engancharon cada uno de un brazo. En el bar del tanatorio me confesó sus miedos: «Dios sabe que la quería como un hijo debe querer a la madre que lo parió, pero lo mío no son supercherías de pueblo, de fantasmas y ánimas que se te agarran al cuello en un descuido. Sólo es que con este calor y las horas que llevaba muerta, la pobrecita era ya un nido de enfermedades. Y yo siempre he sido muy delicao pa esas cosas».

Acabo de llegar a casa. Esta madrugada he ido a reconocerle. Anoche dos yonquis le abordaron cuando esperaba al tren en San Cristóbal. Empezaron a soltarle el rollo de la metadona, del sida, y de lo que cuesta lograr la dosis y pagar el billete hasta Aranjuez para poder dormir en el albergue y cenar caliente. El andén estaba mal iluminado, pero se distinguían cuatro o cinco personas desperdigadas. Los yonquis le contaron a la Policía que nunca le amenazaron, y lo cierto es que no se les descubrió encima ni una miserable navajita. Lo que ocurrió (lo confirman los testigos) es que Carlos se puso nervioso y comenzó a recular mientras daba malas excusas y los yonquis le soltaban la perorata. Mi hermano dio un traspiés. Uno de los yonquis alargó el brazo para tratar de sujetarle. El conductor del tren de las 22:40 no supo distinguir qué era el bulto que cayó a la vía a los pies de la máquina. Pero se temió lo peor.