30 de junio de 2005

Roberto Bolaño: la escritura en el abismo


A menudo se acerca uno a un libro con la sensación de que su lectura le va a reconfortar; de que le hará sentirse cómodo y pasar un rato agradable. Pero hay veces en que sucede todo lo contrario: empezamos un libro con la casi segura certeza de que nos va a estremecer, de que no va a darnos respuestas a un acertijo, como hacen hoy día muchos libros de éxito, sino que sólo sembrará preguntas, incertidumbres y saltos al vacío. Eso ocurre con Roberto Bolaño.
La primera vez que oí hablar de Bolaño fue en otra novela, Soldados de Salamina, de Javier Cercas. No es que Cercas citara alguna obra de Bolaño, sino que el propio Bolaño era un personaje más de la trama; una pieza fundamental para su desenlace. Terminé aquella obra, me gustó, y me olvidé de Bolaño. Hasta que, pasado el tiempo, y deambulando por una librería sin la intención de comprar nada, encontré Los detectives salvajes. Abrí el libro, leí las primeras frases, y ya no pude dejarlo. Lo compré y seguí leyendo con ansia. Estaba tan ofuscado que perdí un autobús y tuve que esperar una hora a que llegase el siguiente. Pero me dio igual. Me zampé aquella novela de más de seiscientas páginas en pocos días, sin digerirla como se debe, pero con la sensación de que aquello era algo nuevo, algo distinto a lo que se suele publicar hoy día.
Ese pálpito de que estaba ante un escritor superior no sirvió, no obstante, para que volviese a buscar más libros suyos. Después de una lectura que me dejó la cabeza repleta de interrogaciones, preferí cosas más sencillas de asimilar.


Pero, un par de veranos más tarde, me enteré de que el escritor chileno Roberto Bolaño había muerto días atrás. Yo ni siquiera sabía que llevaba más de una década peleando en vano contra una enfermedad hepática que acabó por derrotarle. Murió joven, y murió sabiendo que iba a morirse. Por eso, desde que supo que estaba muy enfermo escribió, cada día, como si fuera el último; ganándole tiempo al tiempo. Así vivió sus últimos años y así redactó sus últimas obras. Sobre todo, una póstuma. Su obra maestra: 2666. Una obra laberíntica, con cientos de meandros y recovecos; más de mil páginas de delirio creativo, recorridas por una escritura torrencial, que exigen ser leídas del tirón. Por momentos parece escrita en medio de una fiebre, pero en el fondo se intuye una tarea concienzuda y precisa de Bolaño, que no deja nada a la improvisación. El buen escritor no se fía de la inspiración transitoria, sino del trabajo.


2666 son, en realidad, cinco novelas, que el autor quiso dividir con un propósito práctico: consciente de su muerte cercana, creyó que si se publicaban por separado, el rendimiento económico de la edición sería mayor, y su viuda y sus hijos contarían con una herencia un poco más gruesa. Pero la evidencia de que esa división en cinco partes restaba valor a la obra global, empujó a su familia y a sus editores a publicarla completa. Su argumento es casi imposible de resumir en un párrafo; el escritor Andrés Ibáñez lo ha definido como «una terrorífica reflexión sobre el mal, sobre el siglo XX y sobre el desolador destino de América Latina»; y ha dicho también que «es imposible leer este libro sin sentir que el suelo se mueve bajo nuestros pies». Creo que es una buena síntesis de lo que pretendió Bolaño dejándonos este libro antes de marcharse y finiquitar su vida discreta con esta obra genial.


De esa vida lejos de la parafernalia editorial poco sabemos sus lectores. Vivió en su Chile natal hasta la adolescencia. Emigró con sus padres a México, un territorio que le marcó profundamente y que ha sido escenario de muchas de sus historias. Sobre todo, el desierto mexicano, ese desierto por el que vagan los locos que sueñan con un éxodo a los Estados Unidos y que son invariablemente apresados por la policía fronteriza yanqui. Ese desierto tiene, para Bolaño, un significado de zona periférica, de margen entre la vida y la muerte. Es, según él, «el último lugar, el lugar sagrado del individuo, el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo».


Después de esa experiencia en México retornó a Chile cuando Salvador Allende se encontraba en el poder. Pocos meses después, Pinochet y su cúpula militar derrocaron al gobierno legítimo, persiguieron a sus seguidores e impusieron una férrea dictadura. Bolaño emigró a España y malvivió durante años con trabajos esporádicos ajenos a la literatura. Poco a poco fue labrándose un nombre: «me presentaba a concursos literarios. En España hay muchísimos y están bien pagados, y eso me permitió empezar a dedicarme en exclusiva a la escritura». Pasó el tiempo, formó una familia y se mudó a Blanes, una localidad costera de Gerona en la que permaneció hasta su final y en la que siempre se sintió cómodo.
Bolaño ha dicho en alguna ocasión que el oficio de escritor es una ruleta rusa constante, una apuesta descarada contra uno mismo. Y cuando uno escribe contra la muerte, como le pasó a él, las apuestas y el vértigo se multiplican. Pero ahí está el meollo del asunto: un escritor, cuando es honesto, acepta que su batalla contra el tiempo está perdida de antemano, pero aun así persevera en su reto. Para Bolaño, «no existe la inmortalidad. Dentro de cuatro millones de años, va a desaparecer el escritor más miserable de este momento, pero también van a desaparecer Shakespeare y Cervantes. Todos estamos condenados al olvido, a la desaparición. Y esto es una paradoja que los escritores conocen y sufren muy de cerca, porque hay escritores que se lo juegan todo, todo, por el reconocimiento, por la inmortalidad; palabras rimbombantes donde las haya; pero palabras inexistentes». Una concepción de la vida y de la literatura que se condensan también en su definición de la calidad literaria: « ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos». Una lección que deberían observar tantos escritores de hoy, tan pagados de sí mismos, tan convencidos de que escribir es fácil y cómodo. Leer a Bolaño es comprender que la vida y la literatura son a menudo oscuras y complejas, pero valen la pena.

publicado originalmente en La Torre

29 de junio de 2005

Rafael Sánchez Ferlosio: un Cervantes en rebeldía




Cada 23 de abril festejamos el Día del Libro. Ese día se celebra una lectura en voz alta y sin interrupciones del Quijote, organizada por el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Muchas personalidades participan en el acto, y desde que se instauró, es tradición que quien comience con el clásico «En un lugar de La Mancha…» sea el escritor galardonado con el Premio Cervantes de cada año.
Este año, precisamente este año, el “Año Quijote”, le tocaba a Rafael Sánchez Ferlosio. Y precisamente este año la tradición se ha quebrado. Ferlosio ha rechazado participar en el acto de lectura pública de la obra cervantina. Precisamente, Ferlosio: un escritor que se ha ganado a pulso la fama de polémico; que tiene mucho de quijotesco; uno de los pocos grandes intelectuales vivos que le quedan a España. Uno de los pocos nombres que se estudian en la escuela y que aún siguen dando guerra. Intelectual de inspiración cosmopolita y maneras de ermitaño, su figura contradictoria no deja indiferente a casi nadie. Ni siquiera a quienes que no lo leen.
Se dice que para retratar a un autor no hay nada mejor que dejar que quienes le conocen o le estudian hablen de él y de su obra. En otros casos, esas citas son recursos accesorios que le dan color a la semblanza del personaje. En el caso de Ferlosio, dada su aversión casi patológica a hablar de sí mismo, recurrir a los halagos o las críticas de terceros se convierte en una necesidad.
Mientras, Ferlosio calla; prefiere que hable su obra. O tal vez no, porque el propio autor tiende a minusvalorarse cada vez que se le pide que se defina. Habla de sí como de un exliterato, y de la novela que le aupó a la gloria literaria, El Jarama (1955), no tiene una opinión mejor: «pasan los años y no le encuentro razón de ser. Está muy cuidado el diálogo, eso sí, bien relamidito, pero no tiene nada aprovechable». Buena parte de culpa en su exilio literario la tuvo la fama desaforada que alcanzó con aquella novela. Premiada, aplaudida y estudiada hasta el detalle desde perspectivas diversas, su éxito fulminante arrastró a su autor hasta un sitio en el que sólo se sentía incómodo. Se habló de «novela magnetofón», por su carácter rigurosamente testimonial. Ferlosio cuenta que para escribirla fue recogiendo alocuciones del castellano hablado y luego se inventaba los diálogos para poder meter tales alocuciones. «Me importaba poco de lo que hablaban los personajes. No era objetivismo. Se trataba casi de una falsificación. Una novela tiene que salir de paisajes, de emociones, no de esta manera». Francisco Umbral, que ya obtuvo el Cervantes en 2000, habla así de esa obra: «Lo mejor que pasa en El Jarama es que no pasa nada. Esta novela fue una moda y hoy nadie la lee. El propio Ferlosio decía ayer que detesta ese libro. Quiso hacer una novela de un socialista que se baña en el Jarama, como los pobres, y le salió un ensayo erudito y un poco tedioso».
Ferlosio decidió entonces apartarse del ruido y dedicarse a escribir. Y abandonar, salvo excepciones contadas (Alfanhuí y otros cuentos, El testimonio de Yarfoz o El geco) la narrativa. Pero antes de la amarga experiencia de El Jarama, había iniciado su trayectoria con Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), que logró que la crítica empezara a poner sus ojos en ese joven que ya había publicado algún relato en revistas y cuya principal referencia era que se trataba del hijo del escritor Rafael Sánchez Mazas. Para el escritor Luciano G. Egido, esa primera novela de Ferlosio «fue como un terremoto y un montón de interrogaciones. Era como ver ascender un cohete y verlo estallar en múltiples cabezas de gozo. Lo que más nos arrebataba era la lengua, desvinculada de vocabulario coloquial y de las fintas de grabadora. Una lengua libre y sonora, con densidad de antología».
Luego vino una larga temporada sin publicar, aunque Ferlosio continuó colaborando con la prensa a través de sus artículos, que él denomina pecios, en alusión a los pedazos de una nave que ha naufragado. Así entiende este escritor su obra ensayística: fragmentos dispersos que abarcan variados asuntos y que parecen haberse desprendido de su cuerpo argumental por mera inercia. Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, Campo de Marte, La homilía del ratón, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, El alma y la vergüenza, La hija de la guerra y la madre de la patria o Non olet han compuesto el grueso de su producción desde que se dedicó al pensamiento y abandonó la ficción. Obras que le han valido calificativos elogiosos, como los que le dedicó el Rey Don Juan Carlos en la entrega del Premio Cervantes: «maestro de la palabra y alquimista del lenguaje» y «una escritura de pureza y perfección clásicas»; pero que también le han supuesto los ataques de quienes ven en su escritura demasiada erudición, como el caso del crítico Santos Sanz Villanueva, que le acusa de manejar una «prosa culta, pero salpicada de frases hechas, y en ocasiones laberíntica», y de un «despectivo puntillismo, que ignora aquello de la viga en el ojo propio». Cree Sanz Villanueva que «ganaría Ferlosio si abandonara esa tendencia a ponerse estupendo».
El hecho es que, críticas a su prosa aparte, hay bastante de cierto en estas palabras del escritor Manuel de Lope: «con Ferlosio se prolonga la tradición del pesimismo español». En la estela del desencanto lúcido de los noventaiochistas, Ferlosio se ha dedicado, desde hace tiempo, a reseñar con desaliento los males de España, esos que los demás no sabemos ver; esos de los que incluso nos sentimos satisfechos. Porque la suya es una falsa expresión de serenidad, tras la que se esconde un espíritu de rebeldía contra casi todo lo establecido, lo políticamente correcto, contra la impostura y la galantería de salón. Ataques de un intelectual inadaptado, que se declara a sí mismo «anclado en el Antiguo Régimen» y que ha huido también de las modas literarias, espantado por el exceso de mercadotecnia y el afán de éxito inmediato y ciego. «No leo absolutamente nada de literatura. No conozco a los nuevos escritores, no sé de las nuevas corrientes. La literatura ya no me interesa», declaró ya hace algún tiempo.
Pero Ferlosio sigue ahí, observando con mirada escéptica cómo los acontecimientos suceden a su alrededor. Rebelándose contra el modo estándar de hacer las cosas y acogiendo con timidez y recelo los elogios y los galardones, las palmadas en la espalda. Como el Cervantes.

9 de junio de 2005

Escritura automática (II)

El ejercicio no es demasiado bueno para las neuronas. Las atrofia, las entierra en un sótano con olor a linimento y les pone a hacer flexiones a lo Chaqueta Metálica. Señor, sí, señor. Ahora me ha dado por hacer abdominales desnudo en el suelo de mi aseo. Lo hago sin pensar, como este ejercicio. Es que, cuanto más maduro, más percibo que las cosas hay que hacerlas sin pensar demasiado. Si no, al menos en mi caso, no se hacen. No son. Por cierto, el inglés es un idioma sin matices ni aristas, joder: qué clase de dialecto no distingue entre "ser" y "estar" cuando entre ambas posturas hay un abismo, un filo que puede separar vida y muerte, penumbra y luz. Vaya porquería. Fin de el ejercicio de hoy. Agur.