7 de octubre de 2005

Herralde


Estoy ojeando los periódicos que anuncian el Premio Nacional para "Los girasoles ciegos", de Alberto Méndez. Un raro, Méndez, una historia tipo John Kennedy Toole, el de "La conjura de los necios": la peripecia de uno de esos escribientes anónimos que pululan entre nosotros, en el más negro ostracismo, laborando con esmero y sin exigencias mercadotécnicas, hasta que alguien rescata su obra, una obra que pasa entonces a ser imprescindible para el arco lector, para la humanidad, en fin.
Ese alguien, ese ojeador certero, es Herralde. No es casualidad que los dos libros a los que me estoy refiriendo los publique la misma editorial, Anagrama. No conozco a Herralde, ignoro si es un psicópata en la sombra, o un engreído o soberano gilipollas. Pero, entre lo poco que le he visto en la tele, lo poco que le he leído, y, sobre todo, lo que publica, es mi absoluto ídolo. Es el perfecto lector. El mecenas intachable.
La nómina de autores imprescindibles que acarrea en su maletín es tan ancha que nombrar unos cuantos es orillar a otros muchos. Pero caigo en la tentación: Auster, Barnes, Oé, Lodge, Amis, McEwan, Kapuscinski, Vila- Matas, Tomeo, Bolaño, Carver, Capote, Nabokov, y un interminable etcétera, coronado por algunas rarezas, como la del propio Méndez. Descubrimientos que jalonan la trayectoria de un editor comprometido con el buen gusto, con la literatura decente, y que constituyen su verdadera patente: la calidad.

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